Un ladrón fuerza una puerta de una vivienda
El Debate de las ideas
Cuento de Navidad: 'Dos ladrones y el niño'
A las ocho de la tarde el nerviosismo de las dependientas se había vuelto eléctrico, chispeante. A las nueve incluso los villancicos de la megafonía parecían querer abreviar, desengañados ya de llegar a Belén algún día. A las nueve y media, los guardas apremiaron a los últimos clientes y pastorearon a los más rezagados hacia la salida. A las diez se bajaron las persianas, se apagaron las luces y, tras casi dos meses de campaña de Navidad, los grandes almacenes se desplomaron como un gigantesco animal exhausto. Era la noche del 5 de enero y pasaban de las diez y media.
Aunque vacío, el edificio tardó un rato en aquietarse del todo, en desprenderse del lastre vital de la multitud. Pronto el silencio empezó a poblarse con la actividad vegetativa de sus órganos: el ronroneo grave de las cámaras frigoríficas del supermercado, la vibración sorda de los transformadores, el siseo de la ventilación en los falsos techos, el chasquido óseo de un ascensor al nivelarse en el vacío. En el baño de minusválidos de la tercera planta, Goyo dio un respingo cuando, justo detrás de su oreja, una bajante tragó agua con un gorgoteo repentino.
―Joder ―masculló―. Puta tubería.
Salva, ovillado sobre la tapa del inodoro, abrió los ojos con lentitud. Había pasado la última hora convertido en un objeto más, tan inerte como las agarraderas o el rollo de papel higiénico. El pico de ketamina había quedado atrás y empezaba a embargarlo una lucidez gélida. Sentía frío. Le dolía la espalda.
―Te dije que no te metieras nada ―masculló Goyo, encendiendo la linterna a la altura de la cara de su compañero.
―Bah ―murmuró Salva, tapándose con las manos―. Solo ha sido una puntita para la espera. Ya estoy bien.
Goyo cogió la mochila negra colgada del picaporte, sacó dos pasamontañas y dos sacos. Le lanzó su juego a Salva y sentenció:
―Espabila: tenemos media hora antes de que empiecen las rondas.
Al calarse el pasamontañas, Salva se sorprendió por el estruendo de su propio aliento, cálido y cercano. De pronto fue consciente de cada bocanada, y la respiración dejó de ser un acto reflejo para volverse una tarea manual, torpe y agobiante. Inspiraba y espiraba con esfuerzo, temeroso de que el mecanismo fuera a detenerse si dejaba de vigilarlo. Sacó la lengua cuanto pudo para empujar la tela y ganar un poco de espacio.
Goyo abrió la puerta del baño e hizo un gesto a Salva para que lo siguiera. Recorrieron el pasillo hasta la puerta batiente de la tercera planta. Allí se detuvieron un segundo. Como si hubieran ensayado el movimiento mil veces, cada uno puso la mano sobre una de las hojas y empujaron a la vez.
Tanto tiempo habían pasado encerrados en el baño de minusválidos que, por un instante, les sobrecogió la amplitud y la oscuridad azulada de los grandes almacenes. Parecía que hubieran salido a la intemperie, a la noche desnuda. Arriba, los pilotos de las alarmas antincendios asemejaban estrellas. El primero que se repuso fue Goyo:
―A la planta baja. Directos a joyería ―y volviéndose hacia Salva, añadió―: no quiero bultos.
Avanzaron por el pasillo central de la sección de caballeros, entre islas de corbatas, chaquetas y zapatos de piel que brillaban como escarabajos negros. A la cabeza iba Goyo, rápido y con la linterna baja. Cuando llegó a las escaleras mecánicas, se giró, chistó y lanzó un barrido de luz a los pies de Salva. Este se había quedado unos metros atrás, paralizado frente a una gabardina imponente. La observaba con temerosa admiración: le recordaba a su padre; aunque lo cierto es que su padre jamás llevó gabardina. Elevada sobre el soporte, la prenda parecía pavonearse, autónoma, muy capaz de salir por la puerta sin necesidad de nadie.
Tuvo que insistir Goyo para que Salva abandonara su ensimismamiento y se uniera a él junto a las escaleras mecánicas.
―¿No te parece raro el sitio este? ―le preguntó al llegar a su altura― Es como si… No sé.
―Raro es que estés de pie con el colocón que llevas.
El descenso fue un suplicio para ambos. Era difícil, por las características de los escalones y por la oscuridad. Salva, incapaz de medir la distancia entre peldaños, bajó aferrado a la goma fría del pasamanos. Le pareció haber penetrado a hurtadillas en la mansión de un gigante. El pie tardaba más de la cuenta en encontrar apoyo y, cuando lo hallaba, el escalón se vencía en su holgura, amenazando con arrojarlo al vacío a cada paso.
Al pisar el suelo firme de la segunda planta, Salva resopló de alivio. Para el siguiente tramo había que cruzar la planta entera. En la pared del fondo de la sección femenina, los maniquíes se erguían sobre sus peanas como santas de escayola: cada una con una pose indescifrable, un gesto dislocado que exhibía un sufrimiento de diseño, tal vez un martirio de temporada.
―Goyo ―dijo Salva.
―¿Qué?
―¿Tú nunca piensas en buscar otra cosa? En plan, cambiar.
―Yo solo pienso en el pellizco de hoy. Con eso me cambio hasta el nombre.
―Ya…
Cruzaron el arco de Perfumería. Aunque los frascos estaban sellados, el aire era espeso: la lluvia de muestras del día había dejado un rastro dulzón, un olor anónimo. Las linternas rebotaban contra los cristales lanzando destellos ambarinos. Salva se detuvo ante un espejo. Trató de reconocerse en la franja de piel que el pasamontañas dejaba visible, pero desplazó el haz de su linterna hasta cegarse a propósito y con cierta voluntad de penitencia.
—¿Qué haces? —Goyo le agarró del brazo y lo arrancó del espejo.
Salva se dejó llevar tropezando, pero a los pocos metros se frenó en seco.
―¿No te parece que todo es jodidamente siniestro?
Goyo se detuvo y resopló.
―¿El qué?
―Esto... Nosotros... Todo ―trazó un círculo torpe en el aire―. Aquí falla algo.
Goyo perdió la paciencia. Dio una zancada, le agarró de la pechera y le soltó a la cara:
―Escúchame. Me la suda que te hayas metido una punta, dos o la bolsa entera. Yo no la voy a pringar por ti. Espabila, terminemos con esto y después cada uno por su lado.
Bajaron el último tramo de escaleras sin cruzar palabra. El plan era simple: llegar a joyería, reventar las dos vitrinas principales con las mazas cortas y arramplar todo lo posible. Sabían que el primer mazazo activaría la alarma silenciosa. El guarda no cobraba lo suficiente para salirles al paso, pero sí para avisar a la policía, que no tardaría más de cinco minutos.
En la planta baja había más claridad por la luz de las farolas que entraba a través de los escaparates. Algunos objetos proyectaban tímidas sombras. Entre ellos y su objetivo se interponía un enorme belén de tamaño natural: una decena de figuras avanzaba en procesión muda hacia el portal, alzado en el centro de la sala entre pesados cortinajes de aparente terciopelo rojo.
Goyo se abrió paso entre un pastor y sus tres ovejas ―una pastando, otra balando, y la tercera, que en rigor no hacía nada—. Al llegar a la altura del Niño Jesús, pensó en lo ridículo del tinglado navideño. Reparó en María, arrodillada a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho y petrificada de amor.
―¿Cuántas veces vas a parir al mismo niño, guapa?
Le estampó un beso en la mejilla de escayola. Al separarse, un hilillo de saliva brillaba sobre el barniz.
Salva había vuelto a quedarse rezagado, con la mirada clavada en la comitiva de los reyes. Se fijaba especialmente en el rey negro, en parte por el color de su piel y en parte porque era el único cuyo nombre recordaba: Baltasar. Como en su infancia, le resultó exótico; pensó que vendría de muy lejos y que algo bueno de verdad aguardaba si había emprendido un viaje tan largo. Avanzó unos pasos hasta llegar al portal. Allí estaba la mula, híbrida, estéril, enternecida. Allí el buey, esa bestia cachazuda que desde el primer momento conoció a su dueño. Allí María. Allí José. Y en el centro, atrayendo todas las figuras como un imán, como un vórtice, el Niño en el pesebre. Salva se compadeció al instante: estaba en pañales y hacía frío. Parecía aterido pese al gesto risueño. Más: parecía sobrellevar un frío inhumano. Más aún: parecía que todo el frío de la creación pesaba sobre ese Niño y lo hacía tiritar.
―Pobrecito ―gimió, inclinándose para cogerlo en brazos.
―¡Salva! ―urgió Goyo desde las vitrinas.
Salva no le oyó. Se desabrochó la cazadora y se lo pegó al pecho para que entrara en calor.
Goyo lo vio meciéndose con la figura.
―A la mierda.
Levantó la maza y descargó todo su peso contra la vitrina central. El vidrio se opacó en una telaraña blanca. Aunque la alarma silenciosa ya se habría activado, Goyo necesitó tres impactos más para abrir brecha. Saqueó el interior a toda prisa: anillos y pendientes.
Pasó a la de los relojes. El cansancio empezaba a pesarle: hicieron falta cinco golpes para vencer el laminado.
No había terminado cuando sonaron las sirenas y un resplandor azul barrió la sala. Goyo miró a Salva, que seguía apretujando la figura contra el pecho. Decidió usarlo como cebo y corrió hacia la salida con el saco.
Presionó la barra antipánico. Salió trastabillado; una luz blanca lo deslumbró.
―¡Alto! ¡Al suelo!
Intentó huir, pero lo placaron casi de inmediato. Cayó de bruces, reventándose la boca contra los adoquines. Esposado, se sacudía y echaba espumarajos sanguinolentos igual que un perro rabioso.
Dentro, Salva se dirigía lentamente a la salida de emergencia, pero se detuvo a unos pasos del umbral. Sintió que el frío del Niño se había disipado, incluso que le transmitía ahora una calidez agradable. Entonces cayó en la cuenta de que no podía separarlo de sus padres, así que dio media vuelta y desanduvo el camino en dirección al portal.
Cuando los primeros policías irrumpieron en la planta baja con las armas en alto, se toparon con una escena incomprensible: un encapuchado caminaba con parsimonia hacia el centro de la sala, protegiendo un bulto con infinita delicadeza. Su lentitud y su aire ausente desactivaron la amenaza inmediata; los agentes, desconcertados, bajaron las armas y lo siguieron con precaución a cierta distancia.
Salva llegó al portal, se arrodilló ante el pesebre y depositó al Niño en su lugar, entre la mula y el buey. Miró a María en busca de aprobación, y se quitó la cazadora para arropar al Niño con ella. Los policías se estremecieron y cruzaron las miradas. La escena desprendía una solemnidad tan extraña que no se decidían a romperla para detener al ladrón. Quedaron así durante un tiempo que ninguno de los presentes sabría luego precisar. Las luces azules de las patrullas surcaban las paredes de los grandes almacenes como una sucesión de estrellas fugaces.