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Cubierta de 'El selfie del mundo'

Cubierta de 'El selfie del mundo'Anagrama

‘El selfie del mundo’: una invitación a mirarse al espejo antes de criticar el turismo

Si no invirtiéramos en el turismo nuestro tiempo libre, ¿en qué ocupación podríamos invertirlo con un rendimiento superior y que nos hiciera más felices?

El verano, tiempo por excelencia del turismo, llega a su fin. Durante estos meses todos hemos sido visitantes temporales de algún lugar. Y qué decir de agosto, mes en el que las vacaciones son casi norma social, «tiempo en el que uno tiene que explicar por qué se queda en la ciudad, como un abstemio tiene que justificarse ante un grupo de bebedores».

Cubierta de 'El selfie del mundo'

Traducción de Xavier González Rovira
Anagrama (2020). 347 páginas

El selfie del mundo

Marco d’Eramo

Marco d’Eramo nos invita a reflexionar sobre el turismo sin convertirlo en el chivo expiatorio de la modernidad. ¿Somos conscientes de que el turismo convierte el tiempo libre en algo económicamente productivo, activando sectores esenciales? En una sociedad capitalista, ¿es realista un uso no capitalista del tiempo? La idea del «trabajo del turismo» es una de las muchas que desarrolla el autor.

El autor compara el vacío urbano del verano con el del confinamiento, formas opuestas de urbanicidio. También, se refiere al «terrorismo turístico», el que ataca monumentos y turistas por ser símbolos de valores y fuentes de ingresos. Porque el patrimonio es un «capital del que extraer ingresos», «una riqueza gestionable y explotable».

El turismo contemporáneo es hijo de las revoluciones industrial y social, y de una urbanización que «nos ha alejado de la naturaleza y ha contaminado las ciudades». Además, bebe del colonialismo y el imperialismo, con sus derivados: «el mito del buen salvaje y el mito del feliz estado original de la naturaleza», «el mito del hombre negro, en el culto tan moderno del bronceado».

Lo que antes era privilegio de unos pocos, hoy es práctica masiva y sirve como «campo de colisión para la diferenciación entre clases». Los destinos han cambiado: ya no son necesarios los zoos humanos, ni las morgues o las cárceles, que aparecen en el cine y la televisión. El turismo se ha vuelto visual y expansionista, «construye y se apropia de manera constante de nuevas experiencias y de nuevos lugares». Para los magnates, la última frontera de clases está en una órbita alrededor de la Tierra.

La industria cultural no sale del todo bien parada en la obra, como tampoco TripAdvisor: democratiza las valoraciones, pero hace que «la cultura termine coincidiendo con la publicidad». El fenómeno de Airbnb y otras plataformas similares no se aborda en el libro, quizá porque fue escrito en 2020. Tampoco se otorga un protagonismo especial a las redes sociales, a pesar del título de la obra. Según el autor, el selfie es un acto obsesivo que llega a suplantar el mirar y «expresa la necesidad de confirmar la propia existencia».

De las distintas modalidades de «turismo a la carta» que trata el autor, destacaría dos: el turismo de la muerte (eutanasia, Suiza) y los viajes escolares, en el que aprendemos a convertirnos en turistas.

Especial atención merece la ciudad turística, esa que se llena de turistas mientras sus residentes hacen turismo a otra ciudad. Son ciudades donde los turistas sólo interactúan con el personal de servicio. Turistas y residentes están en dos universos paralelos. La etiqueta de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO es calificada por d’Eramo de «urbanicidio bienintencionado». Allí donde se coloca, «la ciudad literalmente muere, objeto de taxidermia», por el éxodo de sus habitantes. Salvo en Lijiang, ciudad china que ejemplifica la «invención de la autenticidad». En contraste y sin etiqueta, Las Vegas, basada en el «principio de ficción libremente aceptado por constructores y visitantes».

Para d’Eramo, la sensación de tener «el mundo al alcance la mano» es la que más motiva al turista. Además, el turismo permite contrastar la imaginación con la realidad y entra en la categoría de «práctica de autoayuda o perfeccionamiento personal»: confiamos en que visitar una ciudad, un monumento y un país nos abra la mente y nos haga mejores.

En una de las páginas finales, tenemos una visión de las dos caras del viaje moderno, la del turista y la del emigrante: «el turista es el extranjero al que el autóctono sirve, mientras el emigrante es el extranjero que viene a servir al autóctono». La obra deja dos preguntas abiertas: cómo será el turismo en el futuro y en qué momento histórico habría que visitar los lugares. Quizá la clave esté en imaginar no solo cómo cambian los destinos, sino cómo lo han hecho otros sectores, que se transforman o incluso desaparecen.

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