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24 de abril de 2024

La Orquesta Nacional en su inauguración de la temporada

La Orquesta Nacional en su inauguración de la temporadaCésar Wonenburger

Inicio de temporada de la ONE

¡Y hasta volvieron las toses…!

La Orquesta Nacional de España comienza el curso con magníficas interpretaciones del Réquiem de Ligeti y la Sinfonía Alpina de Strauss

Esa especie de Nostradamus de nuestros días que es Bill Gates parece haber acertado al menos una de sus predicciones cuando en su día vaticinó que la pandemia desaparecería en septiembre de este año. Cierto o no, lo relevante es que las orquestas españolas, como la Nacional ahora, han podido comenzar sus temporadas sin apenas restricciones (la cafetería del auditorio permanece misteriosamente cerrada), con sus plantillas al completo, coros y solistas sin incómodas mascarillas y el público que vuelve como en los mejores tiempos, al menos en los recintos madrileños. Incluso se recuperan viejos malos hábitos, pero que acaso sirven mejor que otras señales para certificar que los temores que el Covid inspiraba han sido definitivamente superados.

«En tiempos de caza de brujas»

Curiosamente, en la época anterior, cuando aún era posible realizar algunos conciertos y óperas bajo estrictas limitaciones de aforo, distancias de seguridad y el uso obligatorio de mascarillas, todo transcurría envuelto en una suerte de silencio reverencial, más bien asumido como precaución. Las incómodas toses que a menudo perturbaban la audición de los asistentes más atentos poniendo a prueba la concentración de solistas y directores habían desaparecido como por arte de magia: entre los espectadores, embozados bajo sus mascarillas como cuatreros de las películas del far-west, se adivinaba un secreto temor a ser señalados, igual que en tiempos de caza de brujas.
Pues bien, Gates tenía razón. Las toses han regresado por sus fueros en este primer concierto de la espléndida temporada que la Orquesta Nacional ha programado en torno a varios ejes de evidente interés. En el arranque del curso, a lo grande, como deben hacerse estas cosas, se ha reunido a dos compositores que, como se señala en las notas, gozaron del aprecio de Stanley Kubrick hasta reunirlos en la banda sonora de 2001: una odisea del espacio.

Ligeti y Kubrick

A Richard Strauss quizá no le hiciese tanta falta la popularidad asociada al cine, fue un autor mimado por el éxito casi desde sus inicios, aunque jamás llegaría a imaginarse que el inicio de su Así habló Zaratustra llegaría a clausurar las sesiones de algunas discotecas ibicencas, en reñido pugilato con el New York, New York, seguramente tenido como algo mucho menos sofisticado para el gusto de quienes debían abandonar esos santuarios de la diversión en plena madrugada.
Pero en cambio, a György Ligeti sí le vino muy bien la inclusión de fragmentos de su Réquiem, y otras de sus obras, a lo largo de la filmografía del realizador norteamericano (hasta en su testamentaria Eyes wide shut le fue fiel, incluyendo varias de sus piezas para piano, cuya inquietante sonoridad casa muy bien con la atmósfera espectral de esta imprescindible joya). El compositor húngaro, que siempre fue por libre, no gozaba de esa cierta «celebridad» que en círculos algo más amplios que los discretos reservados a los compositores de la segunda mitad del siglo XX era asociada a los distribuidores de acreditaciones del vanguardismo más radical, como Pierre Boulez y algunos de sus epígonos. Su asociación con Kubrick le sirvió a Ligeti para afianzar su legado, otorgándole una mayor difusión, como ha ocurrido con el Réquiem, desde luego no tan popular como los de Mozart o Verdi, pero bien servido por los programadores.

El testimonio maduro de dos creadores

Programar es un arte, y comenzar una temporada como la de la ONE vinculando a Ligeti (del que se conmemora su centenario) con Strauss ha sido todo un acierto atribuible a David Afkham, artífice fundamental del excelente momento artístico por el que atraviesa este conjunto histórico, en gran medida responsable de satisfacer y cultivar a través del tiempo las ansias de melomanía de los aficionados madrileños (y gracias a las ondas, de otros lugares cuando España aún no disponía del amplio y variado tejido orquestal de estos días).
Existen más vínculos que unirían el Réquiem de Ligeti con la Sinfonía Alpina de Richard Strauss, pero sobre todo uno primordial: ambos constituyen el testimonio maduro de dos creadores que miran hacia atrás para exponer su personal visión del ser humano, determinada por su propia experiencia vital. En el caso del autor húngaro, esa mezcla de terror, sarcasmo, dolor, rabia, … que recorren su obra vienen determinadas por el sufrimiento y el sinsentido de la guerra, el horror de la pérdida de varios de sus familiares más próximos desperdigados por esas siniestras fábricas de exterminio que fueron los campos de concentración. «Mi Réquiem es una música de duelo que oculta otras cosas: mi furia contra los nazis y el comunismo», dejó escrito.

Con el amanecer, el héroe straussiano pone rumbo hacia la cumbre hasta conquistar la visión de parajes cuya belleza supera cualquier creación humana

Todo muy cierto, meridianamente expuesto además con un lenguaje actual, el de su tiempo nublado, ajeno al encanto de la melodía, pero que a la vez bebe y se inspira en la tradición, en su caso, remontándose hasta Palestina, entre otros. Más allá de la denuncia, de la desolación completa que evoca la escucha atenta del Lacrimosa, su máxima creación refleja, en el fondo, la paradoja del hombre siempre capaz de lo peor, pero en el que no cabe dejar de creer como sujeto capaz de reivindicarse gracias a sus facultades para obrar el bien. Lo contrario sería el nihilismo, y Ligeti, al final, parece abrir una pequeña rendija a la esperanza.
Olvidándose del hombre, Strauss le confiere a la Naturaleza, a su íntima comunión con ella, el único espacio de armonía, de íntima felicidad que puede otorgar sentido a una vida. Con el amanecer, el héroe straussiano pone rumbo hacia la cumbre hasta conquistar la visión de parajes cuya belleza supera cualquier creación humana. De vuelta hacia el hogar, una tormenta se interpone en su camino, pero hasta la fiereza de los truenos y rayos constituye en sí misma un espectáculo de un poderío y una capacidad de sugestión únicos, más allá de todo logro atribuido a la inteligencia o la imaginación del hombre. Nada cabe esperar de este, ese el resumen de su reflexión. O como exponen algunos de sus máximos exégetas, ¿se trataría simplemente del retrato de la propia vida del autor, con el arduo camino hacia la conquista del éxito, las zozobras intuidas de la vejez y un final plácido, la aceptación plena de la muerte? Por aquella época Strauss leía con avidez a Nietszche, así que….

Nivel exquisito

Esa es la bendición mayor del Arte, que nos ofrece la posibilidad de buscar mil interpretaciones distintas para los asuntos de siempre, que nos interpela, nos exige y nos remueve por dentro. Al menos eso sucede cuando uno tiene la oportunidad de inclinar la cerviz ante el talento de dos genios como Ligeti y Strauss, servidos además con rigor y talento. Decía estos días David Afkhan que la Orquesta Nacional puede medirse con las grandes formaciones europeas en estos momentos. Seguro que sí, la ONE y algunos otras de las magníficas orquestas que ahora tenemos en este país, tan propicio al papanatismo. Al salir del concierto, un par de chicos comentaban que lo escuchado les parecía bueno «pero no espectacular». La insolencia de la juventud, hoy elevada a dogma por quienes adoran a ese otro becerro de oro que representa la mocedad.
Ambas versiones, tanto del Réquiem como de la Sinfonía Alpina, rayaron a un nivel superior; desde la pura técnica orquestal es difícil encontrar interpretaciones más ajustadas. No digamos nada si se compara el sonido rico, bruñido, empastado de los metales de esta ONE con los desabridos de otros conjuntos en grabaciones tenidas por referenciales del pasado, o la ductilidad de su estupenda cuerda.

Desde el susurro del inicio hasta la disolución del sonido final, todo pareció cincelado con mano de orfebre

Del mismo modo, cuando se estrenó la obra de Ligeti algunos juzgaban inalcanzable su interpretación, sobre todo por la exigente escritura de las partes corales. Ninguna de sus complejidades, con el empleo sutil de la micropolifonía, arredró a los coros implicados, magníficamente preparados (el propio de la ONE, la Sociedad Coral de Bilbao y el Coro de la Comunidad de Madrid). Resultaron justamente aclamados, como las dos cantantes convocadas, la soprano Jenny Daviet y la mezzo Barbara Kozelj, capaces de solventar con creces su compromiso con una musicalidad que no está reñida con las exigencias de un Ligeti que en ocasiones parece proponerles un reto imposible.
Si ya en la obra inicial la ONE y Afkhan dieron óptima muestra de encontrarse en un excelente momento, plenamente conectados, en la Alpina, donde se exige superar los cien efectivos orquestales, revalidaron la excelente impresión causada al final de la temporada anterior con aquella rutilante Salomé, quizá la cima de las interpretaciones operísticas del año pasado en el foro. Desde el despertar del inicio hasta la disolución del sonido final, lamentablemente interrumpido por una salva de aplausos que no respetaron la intimidad del momento, todo pareció cincelado con mano de orfebre: los nítidos contrastes, las exhibiciones de los solistas principales, la planificación de los momentos de máximo esplendor orquestal (el estallido de la tormenta, sin ir más lejos), … Gran trabajo colectivo y de máxima concentración al servicio de una partitura que condensa toda la sabiduría orquestal del penúltimo gran sinfonista, al servicio de esa idea que permite llegar a la música allí hasta donde no alcanza la poesía.
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