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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

A Falla siempre le quedó París

Más de ochenta años tuvo que aguardar Manuel de Falla para que La vida breve, la ópera que estrenó en Francia con gran éxito, se ofreciera en el Teatro Real, que en los próximos días volverá a programarla

Actualizada 04:30

El compositor español Manuel de Falla

Detalle del retrato de Manuel de Falla de Ignacio ZuloagaSFGP

En 1902, Manuel de Falla estrenó su zarzuela Los amores de Inés en el Teatro Cómico de Madrid. Las condiciones de aquellas representaciones fueron tan lamentables que, según comentó el propio compositor, al único contrabajista de la terrible orquesta había que ir a buscarlo a una taberna vecina, cuando le tocaba intervenir. En cambio, doce años más tarde, tras la primera representación española de su ópera La vida breve en otro teatro de la capital, el de la Zarzuela, el monumental éxito hizo que el autor saliese del coliseo casi a hombros de los asistentes, escoltado con una procesión de antorchas.

¿Qué fue lo que ocurrió entremedias? París, cómo no. En 1905, la Academia de San Fernando de Bellas Artes convocó un premio para la creación de una ópera española en un solo acto. La idea no era nueva, el editor Sanzogno ya había hecho lo mismo en Italia, en 1896, y de esa iniciativa surgieron la Cavalleria rusticana de Mascagni e I Pagliacci de Leoncavallo. Falla, que llevaba ya algún tiempo deseando escribir una ópera, se presentó con La vida breve, basada en un libreto de su amigo, el poeta Carlos Fernández Shaw.

Un premio en cierto modo frustrado

Ambos ganaron. Junto al premio en metálico, se ofrecía la vaga pero esperanzadora promesa de propiciar el estreno en uno de los teatros madrileños, con la vista puesta seguramente en un Real colonizado por algunos de los más célebres autores extranjeros. No llegó a ocurrir, no en vida de Falla, que nunca vería representarse su obra en el teatro de la Plaza de Oriente. Allí se daría, por primera vez, en 1997, nada menos.

Cansado de los «sí, pero no», «tenga usted paciencia» y la consabida letanía de formalismos y excusas bajo los que se suelen enmascarar siempre esta suerte de negativas, el músico decidió marcharse a Francia. Fuera del ambiente de la zarzuela, que íntimamente despreciaba (consideraba que su colega Amadeo Vives había desperdiciado vida y talento en el teatro popular), aquí solo se prestaba atención a las composiciones líricas de sus colegas italianos. Hasta los intelectuales de la época, como Alarcón, creían ver en las melodías que proporcionaban las óperas transalpinas «el aliento de Dios».

FALLA, MANUEL DE
COMPOSITOR ESPAÑOL. GRANADA 1876-1946.
OLEO DE DANIEL VAZQUEZ DIAZ.
REAL CONSERVATORIO DE MUSICA. MADRID

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Retrato de Manuel de Falla de Daniel Vázquez DíazGTRES

En la capital francesa no le aguardaría la gloria inmediata, pero si un clima más propicio a sus intereses. Falla siempre consideró al vecino país como el hecho decisivo para la realización de sus aspiraciones. En aquella jubilosa efervescencia prebélica, triunfaba el catalán Albéniz y su virtuosismo exótico, las ampulosas óperas de Wagner gozaban ya de casi unánime prestigio, mientras se preparaba el terreno para la eclosión torrencial de Stravinski al amparo de los sensuales ballets rusos.

La patria de Dukas, Ravel y Debussy acogió al compositor

Pero por encima de todo, había allí un grupo de compositores de la misma tierra que no tenían que solicitar permiso a la curiosidad de sus compatriotas para concebir obras con un lenguaje que, a partir de su propia especificidad y características particulares, ampliaba sus horizontes con miras siempre hacia lo universal. El «espagnol tout noir» (en relación al luto perenne de su vestimenta), con aspecto de monje y sin mayor carta de presentación que sus primeras composiciones, entre las que figuraba la partitura de una ópera, fue acogido como uno más en la comunidad de los Paul Dukas, Claude Debussy y Maurice Ravel.

El simbolista Debussy le dijo mejor que se dejara de estrépitos y concluyera de una manera más seca. Le hizo caso

De hecho, los tres realizaron sus propias aportaciones a la revisión de La vida breve para su estreno francés, que Dukas anticipó y se ofreció a procurar a partir del mismo instante en que Falla le mostró su trabajo por primera vez. El autor de El aprendiz de brujo compartió con aquel nuevo amigo algunos de sus secretos sobre el arte de la orquestación. Y Debussy le prestó varios consejos importantes. La ópera de Falla, que le debe tanto al verismo como a su fascinación por la música andaluza, todo reelaborado con su propio estilo, concluía originalmente con unas maldiciones a cargo de los gitanos mayores, la abuela y el tío Salvador, un poco «a la Mascagni». El simbolista Debussy le dijo mejor que se dejara de estrépitos y concluyera de una manera más seca. Le hizo caso.

Con la ayuda de sus improvisados benefactores, Falla consiguió a un traductor, Paul Milliet, colaborador en el libreto del Werther de Massenet, para que se ocupara de la versión francesa que habría de estrenarse en el Casino Munipal de Niza, el 1 de abril de 1913. El éxito de aquella representación daría lugar a otro casi seguido en la Ópera Cómica parisina. «Triunfo de un español… Honor grande, pocas veces dispensado a extranjeros, sino a los maestros más reputados del mundo», escribió Amadeo Vives, testigo a través de su encendida crónica periodística de aquella velada triunfal.

Dos intérpretes históricas para Salud

La resonancia de aquel éxito internacional propició que La vida breve ya se pudiera estrenar en España, siempre atenta a contrastar, primero, la calidad de lo propio a través del oído y el ojo ajenos. Uno meses más tarde, en noviembre de 1914, Pablo Luna, el compositor de El niño judío, la dirigió en el Teatro de la Zarzuela. La primera Salud, el personaje femenino más importante de toda la ópera en español, fue Luisa Vela. Aunque para la historia, han quedado sobre todo otras dos intérpretes cuyas valiosas encarnaciones (de algún modo complementarias) se registraron felizmente en disco.

Ambas, a su manera, representan la esencia de la infortunada gitana, capaz de condensar en sí misma la tragedia y la dignidad; el arte, la sutileza y el desgarro que palpita en su raza.

Victoria de los Ángeles es una: por dos veces grabó la partitura la catalana; y en ellas, acaso como premonición, pueden hasta anticiparse en el canto los contornos de aquellas sombras que más tarde enturbiarían su propia existencia. La otra, Teresa Berganza, menos etérea, volcada hacia lo racial, fieramente humana si se quiere, reivindicativa como su personalidad insumisa y volcánica, tan ajena a la resignación. ¿Qué será la que pueda ofrecernos ahora el Real?

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