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Imagen de La vida breve

Imagen de La vida breveTaetro Real/Javier del Real

La genialidad de Falla sobrevuela sobre su apropiación política

La vida breve se resiste a ser encajada en una puesta en escena que convierte a los señoritos en fascistas de cartón-piedra para conectarla con Tejas verdes, la nueva ópera de Jesús Torres basada en la represión en tiempos de Pinochet

Un viejo aserto sostiene que en España todo lo que no es folclore es pedantería. Manuel de Falla, en cambio, supo conciliar ambos extremos con acierto, lo popular de la música andaluza, también el flamenco, con lo más culto o elevado de su época: Puccini y Wagner, sí, pero también Debussy, en una síntesis que aún hoy causa asombro, admiración y deleite. Algo que también lograron otros autores, Albéniz, Turina, Sorozábal, y pocos más entre los contemporáneos…

Su acierto sigue vigente cada vez (muy escasas, porque este país no cree demasiado en sus auténticos genios, los oculta deliberadamente, por ejemplo Valle-Inclán) que La vida breve se ofrece en los escenarios, como estos días, durante solo seis cicateras representaciones en el Real. El teatro capitalino, que nunca llegó a estrenar la obra en vida de su autor como parecía previsible (se pudo apreciar, en primera instancia, en Niza y luego París) llevaba casi treinta años sin reponer esta joya.

Para tan imprescindible regreso, se ha contado ahora con una nueva obra de otro compositor español, de ahora mismo, Jesús Torres, para emparejarlas ambas en eso que los norteamericanos denominan «double bill», como los que sitúan frente al espejo los concisos dramas populares de Mascagni y Leoncavallo, o en otro orden El castillo de Barbazul de Bartok con Il Prigioniero de Dallapicola.

El público conectó mejor con Falla

Ha servido la ocasión, entre otras cosas, para comprobar más o menos lo de siempre: el público en general (menos glamouroso que en otras jornadas de estreno, se ve que las celebridades huyen de lo desconocido), no es que se mantenga leal al belcantismo como sus antepasados y refractario ante la novedad, pero conecta mucho mejor con aquello que hasta el siglo XX representaba el corazón de la música, el «cantabile», antes de que se diluyera la tonalidad para, en esencia, servir de vehículo, también a través de la música, al reflejo de la sordidez de unos tiempos dominados por la barbarie de los totalitarismos con sus matanzas: Hitler pero también Stalin, Pol Pot y Milosevic, los Hutus… Y de paso, el desamparo, la perplejidad y la angustia del hombre.

Escena de La vida breve en el Teatro Real

Escena de La vida breve en el Teatro RealTeatro Real/Javier del Real

Y a ello se aplica, también en un Falla que pensaba más a lo grande, en abstracto, sobre las injusticias que acechan al hombre desde los albores de la creación (lo del yunque y el martillo), el director de escena Rafael Villalobos, último paladín de la noble causa antifascista en versión para «dummies» (o gente poco instruida). Ya sea con Puccini, como ocurrió con Tosca en Barcelona y Sevilla, y ahora a través de Falla, este joven director se mantiene fiel a sus obsesiones: los conflictos sociales, de cualquier época, se reducen a la réplica de una serie de símbolos relacionados con un periodo concreto de la historia, nunca elegido por azar: estableciendo paralelismos de cartón-piedra con Hitler, Mussolini, Franco, … , se puede llegar fácilmente hasta hoy, y seguir abonando algunos simplificadores discursos interesados.

Un ejército de camisas negras para el señorito Paco

De ese modo, las danzas del compositor andaluz se convierten en grotescas coreografías en las que los miembros de un ejército de camisas negras ponen de manifiesto los típicos saludos fascistas (quizá llegase un poco tarde para sacar a escena a Elon Musk) o el paso de la oca. Fiel a ese sentido, el crepitar de los tacones sobre el suelo del escenario adquiere una rudeza reflejo de la agresividad de estos fieros machos cabríos al servicio de….

De Paco, el señorito andaluz de la obra original, aquí convertido, cómo no, en el «duce» de ese ejército de desalmados que en otra escena surgida de la imaginación del director acosan y agreden a la supuesta (no existe como tal este personaje en la ópera de Falla) madre de…

De Salud, la gitanilla enamorada hasta las trancas del seductor («¡Quién pudiera tener muchas vías, pa gastarlas mirándome en ti!») que elige casarse con otra, por supuesto con uniforme militar. Hay que decir que Villalobos tiene aquí una coartada para encerrarnos a todos en su acotado mundo. Desde el principio, con la aparición de la protagonista de la siguiente ópera ya en la primera escena de la de Falla, se establece un puente argumental entre ambas obras. Tejas verdes se desarrolla en el ambiente de una cárcel que, como ya se figurarán, no es la que aparece en el último acto de «El Murciélago», si no el siniestro centro de torturas donde los esbirros de Pinochet desplegaban su abyección sin tasa.

Una partitura oscura y obsesiva para un tremendo drama

La «no Granada» de esta «Vida breve» (salvo el recurso simbólico de los claveles adosados en los paneles no hay rastro del ambiente que Falla detalla con tanto mimo en su partitura, la belleza del paisaje ofrecida como reverso del drama sobre las tablas) se convierte en la penitenciaria y su extensión, el lugar donde transcurre la segunda ópera, cargada de esa tensión reflejo del arbitrario encarcelamiento de una chica, Colorina, simplemente por ser la pareja de un opositor contrario al régimen.

La música de Jesús Torres es tensa y obsesiva, acumula contrastes sirviéndose de los amplios recursos a su alcance: una sección de percusión largamente ampliada, efectos pregrabados, empleo del saxofón y del acordeón, … Allí donde las voces no llegan (a veces resultan sepultadas por la masa sonora que viene del foso), la orquesta apuntala un discurso opresivo, asfixiante como la cruda historia.

Y entretanto, a veces, asoman algunos destellos de una pudorosa humanidad, como en esa suerte de casi aria final de la protagonista (maravillosa la soprano Natalia Labourdette), que permite intuir aquello de lo que su autor sería capaz si por una vez dejase de zarandearnos para ofrecer un remanso de lirismo que acaso llegue a reconciliarnos con la pura belleza. El mundo es un asco, sí, pero por eso mismo a veces se precisa de algún consuelo como el que puede ofrecer la voz, tratada con delicadeza. Torres sabe hacerlo.

Unas coreografías poco elaboradas

En la puesta en escena de esta ópera, desde el punto de vista de la dramaturgia, no abundan las ideas. Todo sugiere una cierta improvisación, como esas coreografías ni creativas ni originales. Aunque Villalobos se beneficia del protagonismo indudable que Torres asigna al coro (magníficamente preparado, siempre en su sitio, asumiendo retos complejos), y le saque algún partido en los momentos de mayor dramatismo.

Tampoco renuncia aquí, el director, a sus típicas descargas de algo ya superado «enfant terrible», como cuando esa élite que una veces ampara, y otras se pone de perfil ante las prácticas del dictador, se persigna de la manera más hipócrita: ¿es solo falsa su fe o se sugiere algún tipo de colaboración implícita entre la Iglesia y los torturadores? Porque si fuese esto último, convendría recordar, por ejemplo, el papel que desempeñó Óscar Romero en El Salvador, aquel heroico arzobispo que pagó con su vida la defensa de los oprimidos frente a la dictadura (y que bien merecería una ópera, por cierto).

El trabajo de todo el equipo vocal brilla a gran nivel y sugiere algo importante: ¿por qué sólo se recurre a repartos íntegramente españoles para servir obras de autores nacionales? Y no es que si se programa La Traviata haya que pensar en contratar solo a cantantes de aquí, faltaría más (aunque sería perfectamente posible y con mejores resultados, en algunos casos). Pero ya está bien de contar con ellos sólo «cuando toca» y reclamar en ocasiones para papeles secundarios a artistas que no son necesarios.

La soprano Natalia Labourdette, la gran triunfadora

Natalia Labourdette, Gerardo Bullón, Laura Vila, Alicia Amo, Ana Ibarra, Alejandro del Cerro, Sandra Ferrández, Miría Miró … han hecho un valioso trabajo. Labourdette está fantástica como Colorina, superando con nota todas las dificultades. Y en La vida breve, donde Rubén Amoretti también contribuye a dar prestancia sonora y empaque a su Tío Sarvaor, y Eduardo Aladrén cumple (pese a alguna puntual tirantez) en el no siempre grato papel de Paco, brilla con luz propia la soprano Adriana González, a medio camino entre lo etéreo y lo racial, por su total entrega en el papel de una Salud escasamente andaluza.

La Sinfónica de Madrid suele superarse en este tipo de retos. Y si bien en La vida breve no plasmó del todo la delicadeza nocturnal que atraviesa el primer acto, para luego tampoco acertar con la vehemencia imprescindible que reflejan las danzas, en «Tejas verdes», en cambio, lo dio todo para traducir la atmósfera atormentada y claustrofóbica, con algún hilo de luz, que refleja una obra como la de Torres, plena de acusados contrastes.

El acierto en ello hay que atribuírselo, en gran medida, al eficaz trabajo del director, Jordi Francés, que además se ocupó de apoyar a las voces, sobre todo, en la ópera de Falla. Buen desempeño de la cantaora (no cantaor, como suele ser norma), María Marín, y de los bailarines, pese a las imposibles coreografías. Al final se escuchó alguna propuesta del público hacia el espectáculo (antes varias personas habían abandonado ya la sala) pero predominaron los aplausos para los cantantes y el magnífico coro.

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