Rita Hayworth fue una de las pocas hispanas que triunfó en la meca del cine y una de las actrices más emblemáticas del Hollywood dorado. Sin embargo, debajo del cartón piedra, los escenarios de lujo y el oropel de los trajes de fiesta, el infierno la arropaba cada noche al volver a casa.
La actriz, nacido en 1918 en Nueva York con el nombre de Margarita Carmen Cansino, era hija de un bailarín sevillano, «buscavidas» de la posteridad, que se trasladó con su mujer y su hija a California, donde después la obligó a acompañarle haciéndola pasar por su esposa en todos los tugurios donde actuaban a lo largo de la costa oeste de Estados Unidos.
Su padre la obligó a borrar su fisonomía hispana y su alma, a cambiar su pelo azabache, a maquillarse y vestirse de manera más provocativa, y a ser su amante desde los trece años para convertirla más tarde en un fetiche atractivo a los productores ávidos de carne humana. Después, vino lo esperado. Los poderosos, y no tan poderosos del cine, como Rudolph Maté, que la contrató para películas de serie B como La nave de Satán, de 1935. Y, después, en 1937, Eddie Judson, otro charlatán cuarentón, aficionado a la venta de coches y a las mujeres de bar, que se casó con Rita y le terminó consiguiendo un contrato de siete años con los estudios Columbia. Pero este no vio en la actriz más que una inversión económica. Por eso, la obligó a quitarse los molares para afilar su rostro, elevar la línea de nacimiento del pelo, y a ofrecerse a todos los hombres que la pudieran hacer medrar en la industria, con su nueva cabellera encendida de fuego y pasión.
Así apareció en Sólo los ángeles tienen alas (1939) y en Sangre y arena (1941 ), en las que ya se consagró como gran estrella sensual de la época. En pocos años, Hayworth se convierte en una de los grandes reclamos del cine y comienza a distanciarse de su marido, al que termina abandonando para casarse con Orson Welles. El director de Ciudadano Kane fue un consuelo para las heridas tan profundas que la actriz había sufrido por la avaricia y la lujuria de su entorno, pero Welles nunca pudo hacer nada frente al abismo afectivo en el que ella vivía a diario. El mismo director reconocería en una recordada frase que «todos los hombres se acuestan con Gilda, pero se levantan conmigo», como una imagen desoladora de la realidad del mito en la penumbra de las bambalinas.
En Rita nada permanecía y, antes o después, desaparecía para ahogar en el alcohol la pena de un alma sin afectos. Una vez finalizada la relación con Welles, llegó el príncipe Alí Aga Khan, embajador de Pakistán ante las Naciones Unidas y playboy con quien tuvo a su hija Yasmin, y que la consiguió retirar del cine una temporada; después, el violento cantante Dick Haymes y el productor James Hill. A sus prematuros cincuenta años, apareció la enfermedad de Alzheimer, por aquél entonces desconocida y confundida, en su caso, con los síntomas del alcoholismo, que la retiró de los rodajes por incapacidad memorística y de la vida real para siempre.
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