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29 de marzo de 2024

La educación en la encrucijadaEugenio Nasarre

Familia y escuela, una alianza necesaria

Una «cultura familiar» enfatiza la autoconfianza y eleva las expectativas educativas del niño o adolescente en su proceso de formación

Actualizada 04:30

Acaba de publicarse el libro La alianza familia-escuela y su impacto educativo (Narcea ed. y U. Camilo José Cela), en el que un grupo de profesores, coordinados por la catedrática Mónica Fontana, analizan las investigaciones realizadas en los últimos tiempos sobre las complejas relaciones entre familia y escuela y su influencia en la formación de los hijos, las verdades y los mitos de la transmisión generacional del éxito académico, incluida la cada vez más importante contribución de los abuelos, y los desafíos –verdaderamente cruciales– del uso de las tecnologías de la información en el ámbito educativo.
El término «alianza» para plantear las relaciones familia-escuela me parece sumamente acertado. Una alianza es un pacto o unión entre dos o más sujetos para la consecución de un mismo fin. ¿Cuáles son los requisitos de una verdadera alianza, que sea fecunda? Respondería que cuatro son los fundamentales. En primer lugar, su carácter estable o duradero. Para que dé frutos, una alianza no puede ser una colaboración coyuntural y efímera. La estabilidad requiere que los sujetos que se alían sean «instituciones fuertes», lo que les capacita a emprender ese arte particularmente difícil cual es la educación. La escuela no es –decía gráficamente el profesor Domingo Moratalla– una «estación de gasolina», a la que vas a repostar y cuya relación concluye cuando el depósito se ha llenado. La escuela debe ser una institución con personalidad propia, que se plasma en un proyecto educativo reconocible, con el que se identifican los miembros de la comunidad escolar, y que se dota de reglas para el mejor cumplimiento de sus fines.
En segundo lugar, la fijación de las funciones o roles que corresponden a cada uno de los sujetos partícipes de la alianza. Son funciones que normalmente deben ser diferentes y complementarias. En nuestro caso –y queda muy claro en los estudios desarrollados en el libro–, la familia es un agente educativo que no debe superponerse a la escuela; a cada uno de ellos le corresponde tareas diferentes, en cuya conjunción estriba el éxito de la alianza. Esto implica siempre –dice la profesora Fontana– que «los padres lo sean de sus hijos y no de sus alumnos y que los profesores lo sean de sus alumnos y no de sus hijos. El respeto a la autonomía de roles junto con la conciencia del ideal al que están llamados formarán los cimientos de lo que podríamos llamar las condiciones básicas para la educación en etapa escolar».
En tercer lugar, debe basarse en la lealtad y la confianza mutuas, sin las cuales la alianza sencillamente no puede funcionar. Por eso, la libertad de elección de centro educativo es uno de los factores que favorece esa imprescindible relación de confianza. Cuanto más amplia sea la posibilidad de elección mayores facilidades habrá para generarse ese clima de lealtad y de confianza compartidas. Mas la libertad de elección presupone el requisito aludido anteriormente: cada escuela debe poseer su fisonomía propia que ofrece a la sociedad, porque los proyectos educativos no tienen que ser necesariamente idénticos.
Y el cuarto requisito es el más decisivo y complejo: la razón de ser de la alianza o el fin de la misma, que no es otro que «guiar el desarrollo dinámico por el cual uno se forma a sí mismo para ser un hombre» (Maritain), que es a lo que cabalmente llamamos educación. Familia y escuela se encuentran con un tertium (el hijo y discípulo) que es el verdadero protagonista de ese itinerario de elevación en conocimientos y virtudes con la meta de alcanzar la plenitud humana (o maduración), con la razón y la libertad como los pilares que la sustentan. Pero educar no es domesticar. Por eso es un proceso azaroso, erizado de dificultades y de incertidumbres, y sin garantías de la consecución del ideal pretendido. De ahí que la alianza haya de ser intensa, continuada, volcada a servir las necesidades del educando en cada una de las etapas de su desarrollo personal (biológico y psíquico).
Los estudios que componen el libro abordan cuestiones que resultan claves para ayudar a una formación integral. Apuntaré brevemente tres. La primera se refiere a las estrategias que conducen a la mejora del rendimiento académico de los alumnos, esto es, a incrementar el bagaje de conocimientos para una idónea instalación del joven en el mundo. En este punto cabe destacar la incidencia positiva de una común visión de los padres en cuanto a las «actitudes, creencias y valores» como principios rectores del proceso formativo. En segundo lugar, a la vista de los cambios experimentados en la realidad familiar, el creciente y positivo papel de los abuelos en la «transmisión intergeneracional» de las orientaciones básicas educativas. Una «cultura familiar» enfatiza la autoconfianza y eleva las expectativas educativas del niño o adolescente en su proceso de formación. Y, por último, el mundo nuevo que se nos presenta ante la invasión de las tecnologías en la realidad circundante del educando (uso de la informática, redes sociales, inteligencia artificial). Es el gran desafío, respecto del cual, si no hubiera ya suficientes razones, haría imperiosa la más estrecha alianza familia-escuela al servicio del interés del menor (hijo y pupilo).
  • Eugenio Nasarre es expresidente de la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados

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