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03 de mayo de 2024

LA EDUCACIÓN EN LA ENCRUCIJADAFrancisco lópez rupérez

Explicaciones para profesores de Secundaria

La ampliación de la enseñanza obligatoria reduce el abandono educativo temprano, aumenta el nivel formativo de los jóvenes, facilita su entrada en el mundo laboral o reduce la probabilidad de ocupar trabajos no cualificados

Actualizada 04:30

Como nos recuerda Martín Wolf en La crisis del capitalismo democrático: «En las democracias las palabras son necesarias para persuadir a la gente de que abrace grandes causas» (p. 272). Ello es así porque el fortalecimiento de los sistemas democráticos requiere de la búsqueda de consensos entre individuos y grupos sociales con visiones e intereses, a veces, contrapuestos que de forma espontánea hacen surgir posiciones enfrentadas. De ahí el valor de la palabra como instrumento para un diálogo que apele a argumentos convincentes y a un debate sereno efectuado con el propósito de arrojar luz sobre los problemas, en la búsqueda del interés general.
Al releer, en este mismo espacio, una de las columnas (29-03-2023) de mi compañero y amigo Ismael Sainz, pensé que merecería la pena recurrir a las palabras, dirigidas expresamente en este caso a los profesores de secundaria. Ismael había tuiteado una columna mía en la que planteaba la extensión de la enseñanza obligatoria hasta los 18 años. A tenor de las respuestas de las redes sociales a esta antigua propuesta, ampliamente respaldada en 2015 por el Consejo Escolar del Estado, algunos profesores –probablemente los más contrariados por las circunstancias de su ejercicio profesional– rechazaban esa medida de política educativa sobre la base de sus experiencias en el aula y de la dificultad de retener, tan solo hasta los 16 años, a alumnos con poco interés, que perturban sistemáticamente el desarrollo de las clases y perjudican a los demás.
He de reconocer, antes de nada, que las condiciones del ejercicio de la docencia se han venido complicando, de una forma progresiva y notable, particularmente en lo que va de siglo. Y es que los centros escolares son sistemas que viven en interacción permanente con la sociedad, por un lado, y con las administraciones educativas, por otro.
En relación con la primera, entendida en un sentido genérico, han crecido las expectativas con respecto a la función docente, y sus obligaciones se han hecho objetivamente más complejas. Sólo hay que leer, por ejemplo, las competencias que ha establecido la Unión Europea para el profesorado del siglo XXI para darse cuenta de la considerable multiplicidad de categorías, misiones y capacidades que se requiere de la profesión en el presente siglo. Pero, además, la sociedad, entendida en el sentido de la esfera social de la que se nutren los centros, ha evolucionado en una dirección que no facilita la acción del profesorado. En el aula se dan cita las muy variadas influencias que se derivan de los distintos ambientes sociales y familiares, de sus valores, de sus principios y de sus normas, y que el profesor ha de administrar.
Este contexto, objetivamente difícil, hubiera requerido de las Administraciones educativas reformas centradas en el profesorado y orientadas a una adecuada formación permanente, a los incentivos, a las recompensas y, en su caso, a la promoción profesional. Pero lo que nos dicen los análisis sistemáticos y las evaluaciones empíricas es que ello no se ha producido en España. Así que los profesores se encuentran, con frecuencia, en un atolladero de difícil gestión que produce, en muchos casos, ansiedad, un cierto agotamiento personal y un notable desgaste profesional.
Dicho esto, soy de los que piensa, sobre la base de múltiples argumentos racionales y de evidencias consolidadas, que la extensión de la enseñanza básica hasta los 18 años (me gusta más esta denominación constitucional que la de obligatoria porque pone directamente el acento en lo que está verdaderamente en juego) es una de esas grandes causas a las que alude Wolf. Así también lo creyó el expresidente Felipe González cuando, en una conferencia dictada hace una década a la que asistí, confesó en público que de todas las acciones que habían desarrollado sus gobiernos, de la que se sentía más orgulloso era de la ampliación -en 1990- de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años.
Hoy sabemos, sobre la base de una investigación internacional rigurosa y robusta, que la ampliación de la enseñanza obligatoria mediante ley reduce significativamente el abandono educativo temprano, aumenta el nivel formativo de los jóvenes, facilita su entrada en el mundo laboral en una economía basada en el conocimiento, reduce la probabilidad de ocupar trabajos no cualificados, incrementa sus retribuciones a lo largo de la vida, protege a los alumnos desaventajados de caer en una espiral descendente que se transmite, con frecuencia, de una generación a la siguiente; y, por todas estas vías, contribuye a evitar la erosión de las democracias.
Pero es que, además, las reformas estructurales de nuestro sistema educativo que habrían de acompañarla, aliviarían la actual presión sobre el profesorado de la ESO al organizar la educación secundaria en dos ciclos de tres años cada uno (12-15 y 15-18) y al producirse la orientación hacia la opción general o hacia la opción profesional a los 15 años, como sucede en la mayor parte de los países desarrollados. No es casualidad que las pruebas internacionales de PISA se efectúen a esa edad pues marca, muy frecuentemente, el final del primer ciclo de la secundaria. Esta nueva configuración, junto con una potenciación incentivada del modelo dual de aprendizaje en las empresas y una dosis razonable de flexibilidad, permitirían dotar a la estructura de una deseable racionalidad.
La deontología de una profesión va mucho más allá de las consecuencias inmediatas de las acciones de sus miembros. Por encima de su día a día, la educación está comprometida, como ninguna otra, con el futuro de la sociedad. Yo invito a los profesores a pensar en grande y a reflexionar sobre soluciones capaces de conciliar los intereses particulares con esos otros más generales orientados al bien común.
  • Francisco López Rupérez es director de la Cátedra de Políticas Educativas de la UCJC y expresidente del Consejo Escolar del Estado

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