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29 de abril de 2024

Ilustración de la vicepresidenta del Gobierno y líder de Sumar, Yolanda Díaz

Ilustración de la vicepresidenta del Gobierno y líder de Sumar, Yolanda DíazPaula Andrade

El perfil

La cabellera rubia de Yoli, el mejor trofeo de Iglesias

La novia del 'Frankenstein' sabe que estos años de poder son un regalo que jamás sospechó. De Galicia solo traía credenciales de escaso compañerismo, ambición desmedida y un nulo tirón electoral

A Yolanda Díaz Gómez (Fene, La Coruña, 1971) solo le importa el daño que le hacen las gentes que quiere. Eso dijo ojerosa y sin la coiffure habitual cuando al día siguiente del bochornoso pleno del Senado le preguntaron por el soplamocos que le propinó Podemos. Sin embargo, su ira mal contenida y su desaliño mostraban lo contrario de lo que decían sus palabras, lo que delataba ese gesto agrio era un día y 500 noches de insomnio por la venganza infligida por quien un día dijo ser su amigo. Y es que hacía ya varios meses que Pablo Iglesias Turrión, el mismo que con su índice de macho-alfa le ungió como su heredera, se sentó en la puerta del chalé de Galapagar y esperó pacientemente para ver pasar –tras una investidura, muchos mensajes cursis sobre el engendro de Sumar, varias fotos en los medios progres, mucha camaradería con Unai Sordo y Pepe Álvarez y algunas ondas al agua– el cadáver de su enemiga, embalsamado con el decreto que prometió ser la joya de la corona de súperyol.
Dicen en su grupo parlamentario que juró la tarde del miércoles en gallego y hasta en arameo. Hace ya unos meses que a Pablo le llama «este» –que me deje este en paz, que se vaya este al infierno, no pienso hacer ministra a la mujer de este–, y a este le dedicó insultos de alto voltaje cuando su decreto del subsidio de desempleo quedó en papel para envolver bocadillos. Ella creyó que era fácil truncar los planes de Iglesias y lanzar sin consecuencias fuera del BOE a Irene e Ione para, ella solita, solazarse en su auténtica zona de confort, el poder, los palacios enmoquetados, el presupuesto público y las fotos superchulis con «querido Pedro», a cambio de prestarse a ser su marca blanca y a desbrozarle el camino de podemitas vociferantes.
Yolanda sabe bien que el escarmiento propinado por Podemos probablemente hubiera sido suscrito por otras muchas víctimas que fue dejando durante su periplo gallego, como Xosé Manuel Beiras o sus excompañeros de Izquierda Unida de Galicia, a quienes usó como un clínex y una vez que sirvieron a su ambición, si te he visto no me acuerdo. A punto de cumplir en primavera 53 años, ha sido esta la primera vez que se ha encontrado con la horma de sus tacones de diez centímetros. Con tantos fantasmas del pasado como ha dejado, no puede quejarse: la venganza se ha servido muy fría. Quizá por eso duele tanto. Pero este fin de semana, la hundida vicepresidenta ya ha renacido de sus cenizas: lavado ultrarrápido de imagen en vísperas de las elecciones gallegas en las que tanto se juega. Una fotito electoralista cribando los pélets en la playa, por aquí, y un premio lacrimógeno a su padre otorgado por UGT, por allá. Tocaba borrar la semana horribilis con la cursilería y la manipulación habitual.
Es evidente que Yolanda midió mal la furia de un comunista herido en su ego y en su bolsillo conyugal. Había intentado conjurar la amenaza mandando desde hace semanas a sus huestes mediáticas –que compiten en sincronía con las de Pedro– a defender en los platós las bondades de bajarles la cotización a los parados de más de 52 años, pero de nada le sirvió. Pablo e Irene tomaron el mando a distancia desde el sofá al pie de la montaña madrileña y pulsaron el botón rojo para que Ione y su escuálido grupo de otros cuatro pelotilleros, depositaran la cabeza de caballo sobre el escaño de Yoli. Y le dejaron el impoluto modeli teñido de rojo bermellón que no era un rojo de partido, era un rojo de ira, que le abrasó la cara.
La novia del 'Frankenstein' sabe que estos años de poder son un regalo que jamás sospechó. De Galicia solo traía credenciales de escaso compañerismo, ambición desmedida y un nulo tirón electoral. Intentó ser alcaldesa de Ferrol, y nada de nada; después, optó a presidenta autonómica por IU y cero patatero (literal, obtuvo cero escaños en 2005 y 2009). Su única salida fue presentarse bajo el paraguas de otro destacado lumbreras galaico, Xosé Manuel Beiras, a cuya sombra logró colarse en el Parlamento gallego, para finalmente traicionarle cuando vio llegar los movimientos populistas de las mareas y Podemos. Se sumó a esa nueva fiesta para meter la cabeza en la Carrera de San Jerónimo, donde empezó a destacar –cosa nada difícil– entre la podredumbre podemita. Así que los Iglesias decidieron convertirla en ministra de Trabajo.
Su proceso de pijificación, tan alejado de los usos del feminismo en el que dice militar, unido a su tono pedante y latoso, un cruce de Epi y Blas y las chapas de su admirado Chávez, han hecho de ella un bluf mediático que, por momentos, ha llegado a soñar con que Yoli sería la primera presidenta del Gobierno en España. Hasta que se abrieron las urnas el 23 de julio y la torta sideral que se dio (31 escaños frente a los 38 de Podemos con Más País en 2019) le hizo tomar conciencia de que su tabla de salvación era que Sánchez se uniera a todas las excrecencias separatistas. Por eso, la líder de Sumar se adelantó a reunirse en Bruselas con la mayor de todas ellas: Puigdemont. Yolanda nos conmovió cuando contó que su padre, el histórico sindicalista del PCE Suso Díaz, le había animado a cumplir con esa misión histórica en la guarida del forajido. Su padre es su faro: en privado cuenta que mantiene el carné de comunista en homenaje al autor de sus días, porque ella se siente realmente «socialdemócrata».
La vicepresidenta segunda guarda en su armario, además de marcas caras de ropa, la plancha del sketch de ama de casa con la que tomó el pelo al personal en tiempos electorales, fotos enternecedoras con los sátrapas del mundo, carantoñas con los sindicalistas amigos, alguna con Garamendi, una inexplicable con el Papa y más de un viaje en Falcon sin justificar. Pero en el fondo de su almario lo que esconde es un turbio asunto de un colaborador en su etapa gallega que jamás ha podido explicar.
Ahora es su cabeza llena de mechas la que luce entre los trofeos que cuelgan sobre la chimenea de Galapagar, donde todavía hay sitio para el culpable de todo, Pedro Sánchez, al que Pablo también pasará factura en cuanto pueda. No tardará.
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