
Iglesia de la Pietat, en Vic, donde se conservan las reliquias de los dos mártires
Leyendas de Cataluña
La leyenda de la viajera del tiempo que vendió la leña para quemar a los mártires patronos de Vic
Un relato que abarca miles de años y que hunde sus raíces en la época romana
Esta leyenda arranca una mañana de octubre, cuando una mujer precedida de una borrica entraba en Vic, cargadas una y otra con un gran haz de leña. Pocos pasos dio la mujer en el interior de la población, cuando notó en ella un movimiento desconocido. La gente corría alborotada hacia la plaza principal de Vic.
«No tienen leña», dijo una voz. Pero la mujer no hizo caso y avanzó con su borrica hacia el interior de la ciudad gritando a intervalos: «¿Quién compra leña?». Al doblar una esquina vio bajar por una cuesta que formaba la calle unos hombres armados, cuyo jefe, dirigiéndose a ella, le dijo: «Descarga tu haz de leña y el de la borrica, que yo te los compro».
La mujer se asustó al ver que el hombre armado se dirigía a ella, pero no tuvo tiempo ni para reflexionar, pues a una señal del jefe dos hombres de cabellos crespos, que llevaban unas hachas rodeadas de varas atadas por nervios de buey a las espaldas, arrebataron el haz de leña, mientras el jefe ponía en las manos de la mujer dos denarios de plata.
Con el contacto de la moneda la mujer pareció despertar, dirigió una mirada a su mano, aún abierta, y la cerró luego muy contenta, pues le habían pagado más de diez veces el precio de la leña. «¡Qué contentos van a quedar mi marido y mis hijos! ¡Con esto tenemos para vivir lo que queda de año!», exclamó.
Y subiendo sobre la borrica, iba a salir de la ciudad. Ahora bien, viendo el gentío que se dirigía a la plaza, tuvo curiosidad de ver lo que pasaba, y hacia allí se dirigió. En la plaza se había reunido un inmenso gentío. Todo Vic, poco más o menos. Hombres armados con lanzas hacían que en el centro de la plaza quedara un buen espacio, en medio del cual se había fijado un poste, y de una argolla colgaban dos cadenas. Alrededor del poste estaba la leña que la mujer había vendido.
«Ahora vienen, ahora vienen», gritaron algunos. Y la atención se fijó en una bocacalle. Pronto se vio aparecer una tropa de hombres armados con lanzas, precedidos de los lictores, y entre éstos dos jóvenes atados con cadenas, teniendo a ambos lados dos verdugos con hachas encendidas.

Ilustración de san Luciano y san Marciano, mártires
Los dos jóvenes estaban pálidos, sus cabellos y barba negros hacían más visible la lividez de sus rostros, que parecían de mármol. Hacían todo lo posible para cubrir su desnudez con un pedazo de tela que se habían enrollado alrededor de sus cuerpos, pero sus espaldas y pechos desnudos mostraban señales de tormentos. Las varas, el hierro y el fuego habían dejado en aquellos cuerpos marcas imborrables.
Los dos jóvenes apenas podían andar, y los verdugos, en lugar de ayudarles, les hacían caminar rápido a empujones. La mujer que había vendido la leña se volvió a los que tenía cerca y les preguntó: «¿Quiénes son y qué han hecho para que así los traten?».
«¿Eres tal vez extranjera en esta tierra? No sabes que son Luciano y Marciano, antes insignes magos y hoy cristianos, a los cuales van a quemar por sus delitos», le respondieron. Los dos jóvenes fueron atados al poste que se levantaba encima de la pira. El verdugo rodeó sus cuerpos de cáñamos mojados de aceite. Puso fuego a la leña y se levantó la llama.
Los cabellos y las barbas de los dos jóvenes ardían y pronto no quedó de ellos más que una masa informe que se debatía entre convulsiones. Entre los alaridos de dolor se oían claras palabras: «¡Valedme, Dios mío! ¡Perdonadme, Dios mío!». Se oyó un tremendo grito seguido de «¡Dios mío, recibid mi alma!», y acto seguido todo quedó en silencio. La leña se fue consumiendo lentamente, y sobre la apagada hoguera pendían atados por las cadenas candentes dos cadáveres sin forma alguna, negros, completamente carbonizados, cuyos miembros se desprendían uno después de otro.
La plaza quedó desierta. El pueblo estaba satisfecho, pues se había hecho justicia con esos dos jóvenes. La mujer de la leña, aterrorizada por lo que había visto, hizo trotar su borrica y salió de Vic. Pero un sueño inesperado cerraba sus ojos. En vano se esforzaba por despertarse. Todo era en balde. Por fin, no viendo posible vencer aquel extraño sueño, entró en una cueva, ató a la borrica a un árbol y se quedó profundamente dormida.
Tras el sueño
Estuvo durmiendo durante mucho rato, pues se despertó con los miembros entumecidos, sintiendo en su cuerpo una gran debilidad y mucha hambre. Se levantó y, al querer salir de la cueva, vio que las malezas la obstruían. «Habrán querido burlarse de mí y habrán cerrado la cueva con ramas cortadas del bosque», pensó.
Fue hacia ellas pero las ramas tenían raíces y habían crecido allí mismo. La mujer llevaba en el cinto su hacha, pero había perdido su brillantez y estaba cubierta de óxido. Por fin, y no sin grandes esfuerzos, consiguió salir de la cueva. Al salir, un paisaje desconocido para ella se presentó delante de sus ojos. Nada de cuanto había dejado al dormirse existía. El árbol y la borrica habían desaparecido y tenía delante algunas casas de forma extraña y desconocida.

El puente de Queralt, en Vic
Volvió los ojos hacia la ciudad pero Vic había desaparecido. En su lugar se levantaba otra, sin muros, pequeña y con casas de extraña arquitectura. Luego vio pasar hombres y mujeres vestidos de una manera rara. Se acercó a ellos para preguntarles, pero no la comprendieron ni ella los entendió a ellos. Al ver que la anciana iba vestida con traje romano se rieron de ella. Les ofreció dinero pero lo rechazaron. Aquellos hombres y mujeres llevaron a la anciana a la ciudad.
Junto a un templo, que nunca antes había visto, se le acercó un hombre vestido con traje negro, le habló en un lengua extraña, que ella no comprendía, y a su vez, ella le contestó en la suya. Entonces el hombre de negro le contestó también en el idioma que hablaba la mujer, que era el de Lacio, y el que lo hablaba, un sacerdote. La mujer le contó su historia y el sacerdote se sorprendió. Habían pasado más de mil años. Su leña había servido para quemar a los mártires patronos de Vic, cuyas reliquias se conservaban en aquel templo extraño para la anciana.