
Legionarios arrojando bombas de mano desde un pozo de tirador.
Crónicas castizas El sargento Recio, el jefe de la banda
Recio era el sargento jefe de la banda de cornetas y tambores de la subinspección de la Legión, trasladada de Leganés a Ronda tras unos incidentes
Recio era el sargento jefe de la banda de cornetas y tambores de la subinspección de la Legión, trasladada de Leganés a Ronda tras unos incidentes, que entonces mandaba el general Tomás Pallás Sierra, ascendido a general de División, que en sus tarjetas de visita ponía un somero «señor soldado» y en su pecho lucía el emblema de paracaidista y la Medalla Militar Individual.
Los de la banda de Recio llevaban una galleta en el pecho con la runa de Odín en rojo; muchos legías se cuadraban y saludaban marciales y confundidos por el extraño galón para diversión de los músicos, que no hacían nada para deshacer el entuerto.
Recio, que hacía honor a su apellido, tenía el tipo físico, al decir del legionario Bici, del dibujo del diablo de Tasmania: ancho de espaldas, escurrido de caderas y abultado de abdomen. Tenía unos fuertes brazos, tatuados por completo con la imprecisión de los sistemas de entonces, aguja y tinta sin más. El sargento de la banda en la realidad de los estadillos era un cabo asimilado por quienes le dieron los galones amarillos que nunca hubiera conseguido examinándose, porque era el único que entendía de música, al menos de la militar. Pero llevaba a sus legionarios derechos como husos y le tenían cariño a pesar de todo, que era mucho. Si estaba en el bar que había junto al cuartel, una costumbre acendrada de la que alguno carecía por si ajustaban cuentas en la calle en un mal encuentro, y Recio oía rechinar malamente la corneta llamando a diana o a fajina, entraba como una tromba en las dependencias militares. Primero hacía que el corneta que pecó de mal músico se quitara las trinchas que mostraban que estaba de servicio, y una vez liberado de la guardia le aplicaba un correctivo a mano abierta sin ensañarse ni ser melifluo.
Los cajas y los tambores eran legionarios grandes de anchas espaldas y fuertes brazos, pero los cornetas solían ser jóvenes alistados en la adolescencia, como el Malaguita, al que cualquiera le hubiera tomado por alemán, rubio con los ojos azules y de piel blanca como el papel, hasta que abría la boca y desbarraba con su acento andaluz. Otro de los protegidos del sargento Recio era el «chorbo», muy joven y largo, de aspecto aniñado. Una noche alguno se creyó lo que no era y se metió en su cama, la del chaval, una más de la larga hilera de literas de la Compañía de Fusiles donde dormitaban casi doscientos hombres. Al darse cuenta de lo que pasaba, o más bien de lo que iba a pasar, el sargento Recio sacudió dos sopapos sonoros sin amortiguador al abusón y lo sacó a rastras por los pies por toda la compañía, moliéndole a patadas inmisericordes delante de todos los legionarios, desvelados por el follón y sorprendidos por la extrema dureza que empleaba Recio en defensa de la integridad del adolescente aniñado. Las preferencias de Recio no iban por esos derroteros, estaban claras y lo probó con creces cuando se casó con una cortesana que ejercía en un lupanar cerca del cuartel y hablaba de ello sin pudor alguno con la tropa: «está seguro que no me pone los cuernos porque está harta y, además, altamente entrenada». Nadie osaba preguntar nada al respecto. Aun así, el matrimonio inopinadamente fue largo y sólido, no como les ocurrió a los tatuadores alemanes que casaron con las colegas de oficio de la esposa de Recio, que al contrario que el sargento, se olvidaron de sus votos matrimoniales cuando los teutones partieron a África e Hispanoamérica a seguir con la misma profesión de guerrero que les había llevado de la Legión Francesa a la Española, pero mejor pagada cuando estaban operando como soldados de fortuna en zonas de combate, antes de que desaparecieran los mercenarios individuales para convertirse por la iniciativa empresarial en soldados corporativos.
Recio siguió con su banda, protegiéndola y gritándola con esa voz rota por la cazalla y el anís.
Los legías le apreciaban, no sólo sus bandidos.
Entonces se refundaba el Tercio Alejandro Farnesio, lo que permitía a Pallás seguir mandando la Legión como general de división.