Un vermú con Camba
Don Julio no es nada sentimental, pero cuando empieza a hablar de sus tiempos mozos en Buenos Aires no hay quien le pare
Cuando no se me ocurre qué escribir en esta columna, me acerco a la plaza del Humor y me tomo un vermú con Julio Camba a las puertas de A Cunquiña. No siempre me da tema para el artículo, pero lo pasamos bárbaro mirando deambular al personal camino de María Pita o del mercado de San Agustín. Allí apostados, entre las esculturas reclinadas de Castelao y Cunqueiro, vemos bullir la vida.
—Ya me podían haber puesto una estatua de estar sentado, como a esos dos, en vez de este busto de bronce. Con lo que me gusta a mí pensar tumbado.
—Pero, don Julio, si tiene toda la eternidad para tumbarse.
La plaza del Humor, bautizada así por las viñetas con las que la ilustró Siro, era antiguamente la plaza de los Huevos. No sé si hay algo más contradictorio que el humor y los huevos, pero esa era la mercancía que se vendía allí en otros tiempos. Igual que la plaza de España es el Campo de la Leña porque en ese rincón, además de despachar a liberales como Porlier, también se despachaba leña.
En medio de la plaza del Humor, hay una pequeña fuente con un Gatipedro, que es un gato fantástico que se inventó Álvaro Cunqueiro. El Gatipedro echa agua por un cuerno que tiene en medio de la cabeza. Será un bicho imaginario, pero las gaviotas beben agua a morro como si su cornamenta fuese real.
Por culpa de Cunqueiro y del Gatipedro, Camba y yo siempre acabamos hablando de felinos. De los nuestros, para ser precisos. Porque, salvando las insalvables distancias, los dos somos escritores con gato. Y eso une mucho. Escribir con un gato rondando los papeles define un estilo. Lo sabían Georges Perec, Emilia Pardo Bazán o Julio Cortázar, todos socios del selecto club de la literatura felina. Benito Pérez Galdós o Miguel Delibes, en cambio, eran narradores que iban sacando adelante sus novelas con un perro dormido junto al brasero.
—Mi gato —reflexiona don Julio entre sorbo y sorbo— sólo reconoce una realidad viviente: la suya. Después, y en segundo orden, tal vez reconozca la de las gatas. Nada más. Epicuro pensaba de manera muy parecida. Ignoro si mi gato ha leído a Epicuro, pero creo que no. He observado que mi gato desprecia profundamente los libros que escriben los hombres. Y yo me siento inferior ante esa inmóvil mirada felina.
A mí todo esto que me cuenta sobre los gatos me recuerda a un artículo suyo que leí en Escritos de la anarquía, pero tampoco quiero echarle en cara que se cite a sí mismo —¿a quién va a citar el columnista más citado por todos los columnistas?—, ni mucho menos sacarle el tema del anarquismo, porque don Julio no es nada sentimental, pero cuando empieza a hablar de sus tiempos mozos en Buenos Aires no hay quien le pare. Lo suyo de aprendiz de libertario en Argentina es como las historias de la mili de cuando la gente hacía la mili. No hay aperitivo que sobreviva a eso.
Busto de Julio Camba en la coruñesa plaza del Humor
Al llegar a casa, de vuelta de A Cunquiña y de la mili anarquista de Camba en Buenos Aires, tecleo a toda velocidad esta columna antes de que se me caigan las ideas del bolsillo. Escribo con mi gata subida a la mesa. Mi gata se llama Copito, es albina y tiene un lento mirar azul que a veces intimida. Posee esa belleza natural de quien se sabe hermosa y ni siquiera necesita demostrarlo. Lógico. Nació en Valga, como la Bella Otero, y eso imprime carácter.
A ratos escruta el ordenador y a ratos lo mordisquea en una esquina, pero como ve que en la informática no hay sustancia, lo deja por imposible. Entonces mira la pantalla, a ver qué hago con los ojos clavados en ese artilugio, y luego me mira a mí, dejándome también por imposible. Cosas de humanos, desdeña. Cuando acabo de teclear, le leo el artículo, a ver si me da el visto bueno para mandarlo al periódico, y ella me observa muy seria y fijamente, pero no dice ni pío. Decido ignorar cómo me ignora y, aunque sea sin su permiso, envío la columna. Me quedo atiborrado de dudas y con esa inmóvil mirada felina clavada en los ojos.
Pero no me hagan mucho caso. Como diría el propio Camba: no me tomen demasiado en serio, ni tampoco demasiado en broma.