Regreso a Casa Enrique
Ahora que hasta te prohíben entrar en la discoteca porque, más allá de los 30 años, eres demasiado viejo y afeas el local, añoramos el desaparecido bar de la calle Compostela, donde se mezclaban parroquianos de todas las edades
No podré asistir este sábado a la fiesta que se celebra en Bergondo en recuerdo de Casa Enrique, el bar de la calle Compostela que durante años fue una especie de segunda residencia para muchos coruñeses de diferentes generaciones, pensamientos y costumbres. Si fuese político o cursi —perdón por la redundancia—, diría que me lo impide la agenda, que es esa forma absurda que tienen algunos dirigentes de echarle la culpa de sus actos al calendario. Como si el almanaque tuviese vida propia. El caso es que, aunque su hija Chelo me invitó en tiempo y forma, me voy a perder la fiesta que han montado Santi Naya y Pili Cendón —los entrañables dueños de la taberna desaparecida en 2006— para recordar junto a clientes y amigos aquella rúa con más bares que tiendas y con más coches que peatones.
Ya sé que ahora nos parece increíble, pero no hace tanto tiempo que el tráfico subía en masa desde la plaza de Mina hacia Juan Flórez y el Palacio de la Ópera. Lo único que echamos de menos, ahora que la calle Compostela es peatonal, es aquel semáforo que estaba justo delante de Casa Enrique. Había muchos clientes que, en lugar de parar dentro del bar, paraban exactamente en la puerta. Ni dentro, ni fuera. Eran tipos fronterizos, más de umbral que de interior o de exterior. Entre los habituales del zaguán, que se asomaban un poco al mundo exterior para fumar y hacían luego una rápida incursión hasta la barra para rellenar su jarra de cerveza, estaba el añorado Luis. A Luis le daba mucho juego aquel semáforo parlanchín que, cuando se ponía verde, repetía día y noche: «Calle Compostela, pueden cruzar». Él tuneaba la letanía municipal a su manera:
—Los de Compostela pueden cruzar.
Los que no éramos nativos de Santiago teníamos que buscarnos otro paso de cebra, apostillaba Luis muy serio, entre calada y calada.
Casa Enrique, en junio se 2006, días antes de su cierre
En el Enrique, que era como lo llamábamos todos los que parábamos allí, las cervezas se servían en unas pequeñas jarras conocidas como botijos y, para hacer colchón entre caña y caña, nos tomábamos unos montaditos de queso y anchoa, que son la magdalena tabernaria y coruñesa de Proust. Ahora que hasta te prohíben entrar en la discoteca porque, más allá de los 30 años, eres demasiado viejo y afeas el local, añoramos más que nunca aquella casa donde se juntaban parroquianos de todas las edades. Desde los veteranos con plaza fija en la barra hasta familias con bebés o chavales que hacían allí la primera escala en su salida nocturna.
El bar, que conservó el neón con el nombre de su anterior dueño cuando lo empezaron a llevar Santi y Pili, era un refugio habitual de pintores y otras faunas nocturnas. Por allí andaban Xabier Correa Corredoira, Chelís, Alfonso Abelenda, César Otero o el pelirrojo Tim Behrens. A veces discutían con brío sobre cualquier arista del proceso creativo, y a veces miraban absortos por la ventana en busca de un lienzo perdido. Cuando no había artistas de guardia en el local, aparecían los fotógrafos, otros fijos discontinuos de la barra que ya formaban parte del mobiliario.
Mi rincón favorito del que durante muchos años fue mi local favorito era la mesa de la ventana. Me sentaba en la banqueta con vistas a la plaza de Mina. Aquella esquina también le gustaba mucho a Tim Behrens, que al morir dejó viudas a varias mesas de los bares coruñeses. En ese mármol esquinero —sobre el que los pintores a veces garabateaban a lápiz una idea que luego se llevaba la gamuza de Santi— reposaba buena parte de la biografía íntima de nuestra ciudad. Justo esa parte de la existencia que, como la propia historia de Casa Enrique, es mucho mejor vivir que contar.