Atlantic CityLuís Pousa

Nuestra Boca de la Verdad

Aquellos leones desmelenados y rugientes de los buzones de Correos en la Marina eran lo más parecido a la fauna salvaje que habíamos visto fuera de la pantalla

Si todavía fuésemos gente civilizada, estos días no haríamos cola para entrar en las tiendas, sino para echar las postales de Navidad en los buzones con cara de león del edificio de Correos. Primero compraríamos unas estampas navideñas en la papelería. Luego prepararíamos con mimo una larga lista de amigos y familiares. Después escribiríamos nuestras felicitaciones con aquella caligrafía aún inteligible de la niñez. Y, por último, con el fajo de postales a buen recaudo dentro del abrigo, daríamos un paseo tranquilo y feliz por el centro hasta la estafeta de la Marina.

Pero quién guarda ya las formas. Como apuntó De Quincey: uno empieza por permitirse un asesinato y acaba por olvidar sus modales. La civilización se desmorona cuando del crimen se pasa sin el menor remordimiento a dejar de mandar postales por Nochebuena.

Los leones de Correos me fascinan desde niño. Aún hoy me encanta la forma tan sencilla en que dividen el mundo para el reparto: una cabeza para Coruña capital; una segunda para la provincia; otra para Madrid, Barcelona y franqueos internacionales; y una última para el resto de España. Y se acabó el planeta. Son nuestros puntos cardinales. Como diría George Clooney: What else?.

Por lo que uno atisba desde la calle, los buzones melenudos de la Marina están tapados con un cartón. El problema no es que ya no se utilizasen las ranuras para depositar las cartas, sino que algunos bárbaros las usaban como papeleras. Con esta clausura, se abandona una de las grandes pruebas de valor de la infancia, que consistía en introducir todo lo posible la mano por la abertura para ver si la fiera cerraba de pronto sus fauces.

Boca

Buzón de Correos en la Marina

Tras sobrevivir con sudores fríos a aquel reto, descubrimos en el cine que el juego lo había inventado Gregory Peck en Vacaciones en Roma. Durante el rodaje de una escena junto a la Boca de la Verdad —una máscara de mármol de rostro barbudo—, el actor metió el brazo en el hueco de la boca y le explicó a Audrey Hepburn que, según una antigua leyenda, la piedra atrapaba sin piedad la muñeca de los mentirosos, a los que dejaba mancos de un solo tajo. Luego, pegó un alarido y escondió la mano en la manga de la chaqueta. Como era Gregory Peck y no un lechuguino, la broma resultó más que creíble y Audrey Hepburn casi se desmaya del jamacuco. A William Wyler le hizo tanta gracia la improvisación, que decidió meterla en la película como si fuese parte del guion.

Los felinos de la oficina central de Correos en la Marina han sido nuestra Boca de la Verdad de andar por casa. De pequeños, nos aterrorizaba esa remota posibilidad de que el bronce hincase de golpe sus colmillos sobre nuestro cúbito y nos dejase un muñón de por vida. Y sobre todo nos daba pánico que, puestos a perder un brazo, no pudiésemos presumir de hemorragia delante de Audrey Hepburn, que le pestañeaba a Gregory Peck, pero ni siquiera sabía de nuestra existencia a este lado del Atlántico.

Aquellas cabezas despeinadas y feroces eran lo más parecido a la fauna salvaje que habíamos visto fuera de la pantalla, donde cada sábado oímos rugir con desparpajo al famoso león de la Metro Goldwyn Mayer. Se decía que la mascota de la Metro era en realidad una leona a la que habían calzado una melena postiza. También contaban que su famoso rugido era de un tigre. Pero yo creo que todo eso son ganas de derribar mitos. Puestos a inventarse historias, mucho mejor fantasear con el mordisco de bronce de los buzones de la Marina. Si uno pasa de madrugada junto a Correos y aguza el oído, puede escuchar el ronroneo de los leones dormidos, que sueñan con tragarse de nuevo esas cartas que ya nunca escribiremos.

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