Molinillo de café

Molinillo de caféLa Voz

Recordando el molinillo de café

Aunque las tabernas abrían muy pronto no era el café, precisamente, el objeto principal de sus ventas, sino las copas de coñac, de aguardiente y ponche

Hoy día es habitual que se desayune café con tostadas en cualquier bar o cafetería que pille a mano. Y, si hay suerte, lo mismo hasta se recrea comiendo churros o jeringos. En la avenida de Barcelona conozco establecimientos que suministran, de largo, más de 300 cafés al día, tirando cajones y cajones enteros de granzas a la basura.
Como contraste, en los años 40 y 50 del pasado siglo, el café (mezclado con todo lo que se pudiera, para rebajar su coste) se solía consumir fundamentalmente en las casas, y apenas un reducido grupo de pioneros se podía permitir tomarlo en un bar o cafetería, donde se anunciaba como Café Exprés al ser elaborado rápidamente por unas «modernas máquinas, por lo general italianas.
Lógicamente, estas máquinas empezaron a aparecer en Córdoba en los bares y cafeterías del centro, más pudientes, si bien poco a poco fueron extendiéndose por todos los barrios, incluso los más populares. Si bien no todas las tabernas aceptaron esta «novedad», en la plaza de San Lorenzo tuvieron máquina cafetera de este tipo Casa Manolo y Casa Huevos Fritos, y por San Agustín Casa Ramón, Casa Pepe el Habanero y la taberna El Pancho y, cómo no, Casa Basurte en la avenida del Obispo Pérez Muñoz, que cuando llegaba las doce de la mañana éste le decía a su hermana, «Ea, ya tenemos todo el pescado vendido», por la cantidad de cafés y copas de anís y coñac que despachaba a los trabajadores que entonces poblaban esa laboriosa avenida. Pero ahora nada es igual, Hasta el punto, de que si el simpático Matapalos viviera diría que algunos cafés saben como a plástico.

Las tabernas madrugadoras

Aunque las tabernas de barrio abrían muy pronto no era el café, precisamente, el objeto principal de sus ventas, sino las copas de coñac, de aguardiente y ponche, que suponían, por así decirlo, el punto de partida de todo aquel que iba a trabajar muy temprano o entraba en los relevos de las 6 de la mañana, aterido de frío en aquellos inviernos de verdad. Y, por esto, es de justicia citar aquí la profesionalidad de aquellos taberneros que abrían a primerísimas horas de la madrugada, casi siempre aún noche completa, para acoger a estos trabajadores. Recuerdo con especial cariño a la taberna El 89, del Realejo, que se hizo famosa en aquellos duros tiempos dando muy buen café a todos los trabajadores que se movían a esas horas intempestivas desde los barrios bajos hasta el centro, para trabajar allí (oficinistas, panaderos, comerciales, recaderos…), o para coger el autobús que, a su vez, los llevara a las lejanas Electro Mecánicas, Cenemesa, La Cordobesa o Serraleón.
También recuerdo, ya en los años 60, al bar Los Mochuelos, del entrañable y radicalmente cordobesista barrio de Santiago. Tenía una máquina italiana Pavoni de cuatro grifos, y en los días de partido del Córdoba CF se consumían más de cinco kilos de café, que despachaban antes de empezar el partido y luego a la salida. Sin embargo, lo de la salida era más irregular, pues dependía de cómo le hubiese ido al Córdoba el resultado del partido: muchos aficionados, si perdía, salían con la cabeza agachada por el disgusto y no se paraban en ningún lado.
Por su parte, en las casas se solía tomar el llamado café de pucherillo, una mezcla con cebada tostada cuyo paquete costaba 25 céntimos de peseta. Para darle más sabor a café se le añadía unas pocas granzas o pizcos, que se compraban en bares y tabernas de lo que les sobraba. Recuerdo de chaval ir desde San Lorenzo hasta el Bar Montes en San Pablo, que era lo más lejos y familiar que nos pillaba, y allí por dos gordas de granzas te llenaban un buen cacharro. En cualquier caso, hay que reconocer que este café de pucherillo, más o menos aliñado, era un excelente laxante, y todo el que se lo tomaba 'estaba al día' con la precisión de un reloj.

El café del bueno

Y es que el café, como tantas cosas, escaseaba en esos años 40 y 50, y la gente buscaba sitios donde comprarlo de estraperlo. En la calle Hornillo, esquina con Costanillas, enfrente del anterior colegio, hoy de uso vecinal, el Luciana Centeno, vivía una persona emprendedora en este ramo que vendía de todo, y por si esa te fallaba tenías otra en la calle Ocaña. Y en el Arroyo de San Lorenzo vivía Soledad una mujer que era la esposa de Gustavo Fuentes el número uno en el escalafón de los guardias de circulación, que solo vendía cebada tostada. Recuerdo que desde la vivienda de esta amable mujer se podía ver por detrás el telón de tela blanca del Cine San Lorenzo de verano, que el industrial Añón instaló en su casa de Santa María de Gracia. Aquel cine se inauguró con la película 'Dumbo' que a pesar de su temática, en principio infantil, sería el comentario durante bastante tiempo en barrio de San Lorenzo.
Siguiendo con los lugares en donde se podía adquirir el café, ya de forma más legal, en el mismo San Andrés, esquina con la calle Hermanos López Diéguez, había un tostador oficial. El olor a café que desprendía penetraba hasta en la propia parroquia y Paco Alcaide, su singular sacristán, solía decir: «Después de la misa ya salgo con mi café tomado». Cerca de allí, al final de la calle Espejo, a la izquierda, en una casa se vendía también todo tipo de café.
Ya en el plano de las anécdotas y recuerdos que tengo del café en esos lejanos años, en mi calle Roelas, en el número 16, vivía un matrimonio de periodistas húngaros, al parecer huidos después de la Segunda Guerra Mundial. Sus nombres, quiero recordar, eran Carlos Benedictus Benedelc y Alicia Benedelc Fanobita. Para nosotros eran los 'franchutes' de la calle, y era frecuente que nos encargasen algunos 'mandados', como por ejemplo irles a por café.

La Lagunilla

Se decía de él que era corresponsal de algún periódico desconocido, por lo que hasta altas horas de la noche se le oía tecleando su máquina de escribir. Por eso tomaba bastante café, para mantenerse despierto. Al parecer, su mujer le ayudaba en esta profesión. Como buenos centroeuropeos, les gustaba el café del bueno, y para comprarlo nos mandaban a la plaza de la Lagunilla, detrás exactamente de la estatua de Manolete, a una casa con un gran pasillo en el centro, en la que a izquierda y derecha se abrían una serie de viviendas. Recuerdo que al final del pasillo, a la derecha, una tal Isabel Calero, creo que se llamaba, mujer de muy buena presencia, nos entregaba su encargo de café del bueno. Por lo general, el matrimonio encargaba a esta mujer diez paquetillos liados en papel de estraza, cuyo precio rondaba la peseta por paquete. Un día, como niños, nos picó la curiosidad y abrimos un paquetillo de aquellos, observando que sólo contenía unas veinte pipas de café.
Manolete, a hombros, por Ronda de los Tejares

Manolete, a hombros

Quien recomendó a la pareja húngara este sitio para comprar café selecto fue Rafael Quintana, 'El Campano', que al trabajar en la confitería La Perla se conocía todo el trasiego del negocio del café en Córdoba. En aquella vivienda de Isabel Calero nos llamaba mucho la atención una foto que tenía encima de su aparador donde, según ella, aparecía su marido con Manolete a hombros por la avenida de Cervantes en dirección al domicilio del torero después de una tarde triunfal en la plaza de los Tejares.
Algunas veces, cuando salíamos de comprar el café, observábamos en el mismo jardín de la Lagunilla a alguna que otra mujer que había comprado un poco antes y estaba en esos momentos repasando el liado de los paquetillos. Nos pudimos enterar por Encarna, de la calle Montero, que lo que hacían estas compradoras habituales era quitar unas cuantas pipas de cada paquetillo, y con las restantes formar otros paquetillos más pequeños para revenderlos. Así que de los diez paquetillos originales de café a lo mejor sacaban doce que vendían por el mismo precio, y así sacaban una pequeña ganancia. En aquella época el que no aprendía era porque no quería y la necesidad agudizaba el ingenio.

El café en los velatorios

Por último, y aunque parezca un poco macabro, un escenario habitual donde el café cobraba un gran protagonismo eran los velatorios que tenían lugar en las casas de vecinos. Además de entornarse una hoja de la puerta de la calle en señal de luto (una costumbre hoy perdida, que debía tener su origen en épocas muy remotas), siempre había un movimiento y trajín constante de sillas de los demás vecinos hacia la vivienda del difunto. El velatorio solía ser adornado con candelabros y velas que facilitaban las parroquias, porque entonces los sacerdotes y miembros de la Iglesia estaban en todo momento al lado de su rebaño en esos momentos tan difíciles.
Con el murmullo de cualquier expresión de llanto, un tanto ya serenado, o cualquier oración o comentario elogioso hacia el difunto, se dejaba oír de fondo el ruido inconfundible de un molinillo, porque era casi un ritual preparar café para tantos vecinos y conocidos como acudían al velatorio, el cual casi siempre se prolongaba durante toda la noche y había que estar despiertos. Normalmente eran los propios vecinos los que llevaban el café, y el azúcar lo aportaba la familia del difunto. Se solía ofrecer el café pasada la medianoche. De nuevo, en las primeras horas de la mañana, volvía a sonar el molinillo, preparándose otra vez con su mezcla de cebada tostada, café del bueno y un poco de achicoria. Se servía, como era habitual, negro, sin leche, porque ésta, fuera de vaca o de cabra, también escaseaba. Eran, sin duda, otros tiempos.
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