Una familia visitando a un niño hospitalizado en la terraza de San Juan de Dios (Marzo de 1954)

Una familia visitando a un niño hospitalizado en la terraza de San Juan de Dios (Marzo de 1954)M. Estévez

El portalón de San Lorenzo

Aquel Hogar y Clínica de San Rafael

Hacían sentirte como si estuvieras en tu propia casa con los padres y familiares queridos

Sobre la finca de San Pablo, que gracias a una donación de 150.000 pesetas habían adquirido los Hermanos de San Juan de Dios, se construyó el Hogar y Clínica de San Rafael. Fue inaugurado el 20 de octubre de 1935 bajo la advocación de nuestro Custodio, y su primer director fue el Padre Guillermo Llop. La clínica era un hogar para los cientos de menores sin recursos que acogían los religiosos, los cuales también ejercían de profesores y de padres durante su convalecencia.

Esta institución no era algo en el vacío, pues el vínculo de la Orden de San Juan de Dios con Córdoba venía ya de lejos, concretamente desde 1570, es decir, sólo veinte años después de la muerte del propio San Juan de Dios en Granada. El rey Felipe II pasaba por Córdoba en su guerra contra los moriscos de las Alpujarras. En su visita a la ciudad le dieron queja sobre la mala administración y penurias del antiguo Hospital San Lázaro perteneciente a la corte, que había sido fundado por Sancho IV apenas unas décadas después de la reconquista. Para intentar arreglar algo la situación Felipe II dejó a su cargo a tres hermanos, que ya tenían fama de buenos enfermeros. Este venerable edificio se ubicaba en Puerta Nueva, cerca del actual Campo de San Antón, y atendía sobre todo a pacientes con enfermedades contagiosas como lepra, cólera o fiebre amarilla. Estuvo abierto hasta 1835, ya que con la desamortización de Mendizábal los religiosos de la Orden desaparecieron de todo el país, a pesar de su benefactora labor asistencial con la gente más humilde. Así se las gastaban los «liberales progresistas».

Por fortuna fue un paréntesis, porque se establecieron definitivamente de nuevo en nuestra ciudad en el citado 1935. Los miembros de esa pequeña comunidad fueron el Padre Guillermo Llop, como superior; el Padre Juan Grande Antía, el Hermano Adrián Touceda y el Hermano Crescencio Olivares. Hay que señalar que el nombre de «Padre» se les daba no porque fuesen sacerdotes ordenados, sino en razón de edad, pues esta Orden sólo empezó a tenerlos a principios de los años sesenta.

El cuadro médico de aquella época inicial estaba compuesto por el director honorario, doctor Emilio Luque Morata; director jefe de Medicina, doctor Antonio Manzanares y Bonilla; jefe de Cirugía, doctor Francisco Calzadilla León; jefe de Laboratorio, doctor Germán Saldaña Sicilia; médico auxiliar, doctor Antonio Carreto González-Meneses; gastro-patólogo, doctor Juan de Dios Jimena Fernández; otorrinolaringólogo, doctor José Navarro Martín; odontólogo, doctor José Casana Diéguez, y urólogo, doctor Rafael Pesquero Muñoz.

Como curiosidad, hay que decir que el San Rafael que preside el Hospital del Hogar y Clínica fue realizado por Juan Martínez Cerrillo, constituyendo una de sus primeras obras como escultor.

Yo estuve allí

El Hogar y Clínica de San Rafael que yo conocí era el del famoso Hermano Bonifacio o «Fray Garbanzo», así como el de las Cabalgatas de Reyes Magos de Radio Córdoba, que tenían en Rafael López Cansinos a su primer gran colaborador. Estuve ingresado desde el 17 de enero al 23 de abril de 1954, y recuerdo que el quirófano estaba al fondo de la galería de la izquierda conforme se entraba. Te bajaban de la primera planta (solo había una) en un ascensor y las camas esperaban cola en la puerta del quirófano. No había familiares ni salas de espera. Para las intervenciones de traumatología como la mía te colocaban una mascarilla (creo que era de alambre) y allí, sobre un pequeño paño blanco, te echaban las gotas de cloroformo. Al entrar éste en contacto con la respiración te atosigabas y se hacía insoportable, hasta que finalmente quedabas dormido y no sentías nada. Estas operaciones se realizaban los jueves. En el quirófano había un gran cuadro de San Rafael que presidía el Puente Romano.

La comunidad de San Juan de Dios de Córdoba cuando estuve ingresado estaba formada por el Padre Tomás como superior, el Hermano Gerardo, el Hermano Gabriel, el Hermano Bernabé, el Hermano José, el Hermano Domingo, el Hermano Bonifacio, el Hermano Mauricio, el Hermano Enrique y el Hermano Justo. Los chiquillos conocíamos a todos, desde el superior al último Hermano recién entrado, porque se desvivían por nosotros. Lo mismo velaban y consolaban el despertar de una operación que ponían un orinal o lavaban y limpiaban excrementos, siempre con total abnegación y con una sonrisa de amor en su cara. Hacían sentirte como si estuvieras en tu propia casa con los padres y familiares queridos. Aparte de su entrega, eran gente muy formada, pues la mayoría de ellos pasaban por una reválida en el Hospital de Ciempozuelos de Madrid, y eso era sacar nota.

El cuadro médico, sin embargo, lo desconocíamos en su mayoría, aunque intuíamos (con razón) que debía ser importante. Para la mayor parte de los niños que estábamos ingresados, más de cien, nuestro médico, el que sí conocíamos, era don Francisco Calzadilla León, quien nos había operado. Era tal la admiración que llegamos a sentir por él que estábamos pendientes para cuando con su coche, un Opel Capitán de aquella época, llegase tocando su claxon. Entonces le correspondíamos saludándole, a veces acompañado de un infantil aplauso, desde la terraza. Años más tarde, ya en los sesenta, estuvieron entre sus colaboradores don Gonzalo Briones Espinosa (que fue médico de empresa en Cemenesa) y su sobrino, con los que mantuve una excelente relación.

Aparte de estos conocidos, es de justicia reconocer a esos otros médicos y sanitarios de los que, como chiquillos, no éramos entonces conscientes de su labor, ni siquiera de su presencia. También a esos laicos empleados del Hogar y Clínica de San Rafael: Miguel, Marcelino, Sánchez, Roque... y el singular Baldomero, el portero. Todos se comportaban con nosotros con una delicadeza encomiable.

Como curiosidad de mi estancia en San Juan de Dios ya he comentado en otra ocasión cómo me pilló allí la última gran nevada que ha habido en Córdoba. El día 12 de febrero el Hermano Bernabé nos despertó de madrugada para ver aquello tan inusual y que no se ha vuelto a repetir con tal intensidad. Durante todo el día fueron llegando voluntarios para sacarnos en las camillas a la terraza, para que desde ese inmejorable mirador a la ciudad pudiésemos ver aquel maravilloso espectáculo. El viaducto del Pretorio que se divisaba a los lejos se veía como un montículo de cualquier «nacimiento» de Nochebuena.

Los hermanos

Para la gente que no tuvo necesidad de pasar por San Juan de Dios quedará solamente el recuerdo generalizado del Hermano Bonifacio un limosnero ejemplar con mayúsculas. Pero, como ya he dicho anteriormente, el resto de hermanos no se quedaba atrás en entrega y dedicación. El serio y ordenado Padre Tomás, que tenía que dirigir el hospital con toda su complejidad, no tenía ningún privilegio y se ponía el «mono de faena» con los hospitalizados. El vice-superior, al que cariñosamente llamábamos «padre vice», era el encargado de toda la intendencia, cocina y alimentos, e igualmente, sacando tiempo de debajo de las piedras, nos atendía, a pesar de ser el de más edad.

Estaba el Hermano Gerardo, un fuera de serie en temas de enfermería, quirófanos y escayolas, gran colaborador de los médicos, y en especial de don Francisco Calzadilla León, que entre 1948 y 1965, que yo sepa, fue el responsable de la mayoría de las operaciones de huesos que se realizaron. También adscrito a la enfermería estaba el Hermano Gabriel, otro ser excepcional, con un carácter quizás más abierto que el del Hermano Gerardo, lo que se notaba en el cariño que todos aquellos chiquillos le profesábamos.

El Hermano Bernabé nos daba clase para que no perdiésemos curso, y fue la primera persona que me habló del paso de los Alpes de Aníbal con sus elefantes. Luego estaban el Hermano José, el Hermano Domingo, el Hermano Enrique, el Hermano Justo y el Hermano Mauricio. Todos ellos hombres tocados por Dios. Atendían dos salas, una a la derecha, la llamada de los pequeños, donde podía haber unos 45 niños de edades comprendidas entre los cuatro y diez años. A la izquierda estaba la sala de los «mayores», con similar número de chiquillos, desde los once hasta los catorce o quince años.

Cuadro de 1954, en la escalera de acceso a la segunda planta.

Cuadro de 1954, en la escalera de acceso a la segunda planta

EL cuadro en las escaleras de acceso

Conforme se sube por las escaleras a la segunda planta del edificio antiguo del actual Hospital San Juan de Dios se topa el caminante con un gran cuadro que tiene un valor especial para mí, ya que fue pintado justamente durante mi estancia y conozco a sus protagonistas.

Los que salen en el cuadro, porque son personas reales, solían bajar a Córdoba para que los pintasen todas las mañanas en una furgoneta DKW de color verde. No hace falta decir que se marchaban todos los días con nuestro aplauso.

Aparece en el medio del cuadro el Hermano Gerardo, que se da un aire (y en realidad lo era) de santo. Sostiene en sus brazos a un niño pequeño llamado Manolo, operado de poliomielitis en ambas piernas y que no debía de tener más de ocho años. El de la cama es un niño apellidado Yepes, recién operado de un tumor de cadera. Apoyado en las muletas y en la cama aparece «El Campanillas», un icono de la sala de los «pequeños». Llegó a mediados del año 1953, sin movilidad ninguna, según me contaron. Estando tendido en la cama le pusieron como ejercicio subir una cuerda del toldo que cubría la terraza, para lo que tenía que ayudarse incluso con la boca, pues tenía todo el cuerpo paralizado. Pero después de seis o siete operaciones habían logrado que anduviera con sus muletas. Un milagro. Sentado en el suelo está Esteban, un niño de Ciudad Real, que aparece con los pies «zopos», como popularmente se le llamaba a aquella deformación. Lo recuerdo perfectamente porque la tarde de enero que me tenían que operar, de una osteomielitis en la muñeca izquierda, también operaron a Esteban y a otro compañero que nombrábamos como «El Chiripa”. Yo era el último programado de ese día, pero tuvo que posponerse mi operación a otro jueves porque las operaciones de Esteban y »El Chiripa” duraron más de la cuenta, pues se trataba de quitarle a uno los huesos que le sobraban en los pies para colocárselos al otro, que le faltaban.

Cuatro años después, en 1958, unos de los días más felices de mi estancia en la Universidad Laboral de Córdoba (otro sitio de mis grandes recuerdos) fue cuando en aquellos amplios talleres me tropecé, por sorpresa, con mi antiguo compañero del Hogar y Clínica de San Rafael, Esteban. Allí, junto a su banco de ajuste se desenvolvía con toda normalidad en sus pies después de aquella difícil operación que le hiciera el doctor Calzadilla León.

Aparte de los protagonistas del citado cuadro, recuerdo a otros chiquillos compañeros míos de fatigas en San Juan de Dios, como José, posiblemente el más veterano de toda la clínica, pues llevaba más de dos años esperando un hueso de cadera para implantárselo (no había prótesis entonces), siempre en su cama con sus correspondientes contrapesos en la extremidad afectada.

Cómo no recordar al simpático Vioque, vecino en el Zumbacón de todos aquellos afectados gravemente por la dichosa triquinosis que se declaró en su calle Valsequillo, y que provocó incluso muertes. Él se libró de contagiarse por estar internado para operarse de su cadera. Luego estaban García, Enrique, Cervantes o «El Castuera», que formaban el grupo que se denominaba los “levantaos«, ya que por sus lesiones lo que querían los médicos es que anduvieran de aquí para allá como la mejor forma de rehabilitar sus miembros operados. Estos »levantaos« solían ayudar en el trasiego de camas de un lado para otro, y aprovechando que tenían ruedas aquello derivaba a veces, con el consentimiento del que estaba en la cama, en carreras por los pasillos. Dejo para el final al simpático »Cucaracha", quizás el más pequeño de todos, que tenía una escayola que le pillaba desde el pecho hasta una de sus extremidades inferiores. No recibía muchas visitas, pero tenía allí al Hermano Gabriel que lo cuidaba como si de un hijo suyo se tratara.

Dentro de lo duro que supone estar en un hospital, recuerdo aquellos largos días de mi infancia en San Juan de Dios con agrado y emoción. A esos hermanos, empleados, médicos, sanitarios, colaboradores… E incluso a esas hermanas mellizas encargadas de la lavandería que lavaban aquellas largas vendas de tela y que vivían en la Nevería de la calle María Auxiliadora. Fueron tantos y tantos que me faltaría papel y memoria para mencionarlos a todos.

Que Dios los bendiga.

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