El rodadero de los lobosJesús Cabrera

Caracoles, listos, ¡ya!

«El caracol en caldito requiere de una protección de sus rúbricas para evitar que con el paso del tiempo se vayan diluyendo en el relativismo que nos devora»

Actualizada 05:05

Hubo una vez un político cordobés que en un viaje a Vitoria le pusieron delante un suculento plato de caracoles en salsa. Para agradar al anfitrión soltó que «en Córdoba los tomamos con ‘cardito’». El vasco, muy pagado de sí, no podía consentir semejante afrenta gastronómica a esa delicia culinaria. «Aquí no le echamos verduras», respondió seco y tajante, con un punto desagradable, sin reparar en que su interlocutor se refería al caldito sabroso y picante que es la esencia misma de nuestros caracoles, y que lo había pronunciado con acento cordobés del mismo modo que él hablaba con acento vascuence.
En esta semana en la que la Cofradía Gastronómica del Rabo de Toro ha presentado su extenso programa de actividades anuales, ha pedido una calle para este guiso, y a la vez ha comenzado el montaje de los puestos de caracoles en distintos puntos de la ciudad, no sería de extrañar que alguien capitaneara un movimiento reivindicativo en favor del caracol con caldito, como seña de identidad autóctona, como hecho diferencial que aún no ha merecido los honores del rabo de toro o el salmorejo.
Vaso de caracoles en caldo

Vaso de caracoles en caldoLa Voz

Es verdad que la lista de espera sería extensa. Como se den salida a todos pronto contaremos con una Agrupación de Cofradías Gastronómicas que representarán también al flamenquín, al perol de arroz y, por qué no, a los caracoles en caldito. Faltarán la mazamorra y el gazpacho de jeringuilla, pero todo se andará con el tiempo.
En estas fechas en las que los chinos con negocios en Córdoba, sin saber cómo, ven volar sus existencias de mondadientes, la faz de la ciudad cambia por completo. Un vaso de caracoles se puede tomar en cualquier sitio, faltaría más, pero el rito fija una serie de condiciones que hay que cumplir.
Caracoles se comen en muchos lugares de España, pero en la calle, guisados a la intemperie, en unos puestos de temporada que se montan y desmontan como si aquí no hubiera pasado nada, es algo que sólo se da en Córdoba. Lo mismo pasa con el perol. Uno puede organizar un arroz con amigos, pero no es lo mismo tomarlo en un pisito de Fidiana que en Los Villares o en una parcela de Los Mochos.
Por esto, el caracol en caldito requiere también de una protección de sus rúbricas para evitar que con el paso del tiempo se vayan diluyendo en el relativismo que nos devora y dentro de unos años no haya quien conozca esta vieja y singular tradición de gastronomía urbana.
Aunque cada año aparezcan recetas nuevas, curiosamente casi todas basadas en sabores internacionales -carbonara, kebab, texmex-, todo lo que envuelve al caracol con caldo hay que mimarlo para que no desaparezca, como el vaso de Duralex -modelo Gigogne, para los curiosos-, los mondadientes siempre de dos puntas o el barreñito de plástico, celeste a ser posible, para que al soltar las conchas vacías suene como tiene que sonar. Ah, y esto es fundamental: la mesa, siempre de acero inoxidable, tiene que estar limpia y despejada, sin aditamentos extraños. El día que en un puesto de caracoles pongan manteles individuales nos habremos cargado el invento.
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