El rodadero de los lobosJesús Cabrera

El caracol como hecho turístico

Los caracoles hay que tomarlos siempre en vaso, siempre, porque en un plato se convierten en algo accesorio de inferior rango

Actualizada 05:05

Mucho está tardando Daniel García-Ibarrola en incluir la temporada de caracoles en el material promocional de Córdoba para la próxima edición de Fitur. Como los Patios, como la Semana Santa. El turismo gastronómico, que también existe, vendría no sólo a degustar una receta fosilizada en el tiempo sino a sumergirse en una manera de entender la vida que está radicada en las más auténticas señas de identidad de la ciudad.
Los caracoles forman parte de la gastronomía de muchos lugares. Los chicos, las cabrillas y los gordos aparecen en los recetarios de numerosas zonas de España y no digamos nada de los sofisticados ‘escargots’ franceses, que hasta disponen de una vajilla específica para su consumo.
Aquí, en Córdoba, somos más modestos pero más auténticos y nos bastamos con el imprescindible vaso de Duralex modelo Gigogne, el mismo con el que se servía el café tempranero, tan caliente como laxante, antes de que llegara la moda de los baristas que dibujan corazones y hojas sobre la espuma. Es posible que este modelo de vaso sea el insustituible remate final que culmina y completa la receta y hace que el sabor de unos caracoles en caldo sea inmutable al paso del tiempo y por tanto capaz de emular a la manida magdalena de Proust. No hay que perder de vista que los caracoles hay que tomarlos siempre en vaso, siempre, porque en un plato se convierten en algo accesorio de inferior rango, como un plato de salaíllos o de cacahuetes.
Si el caracoleo cordobés pasa finalmente a formar parte de la promoción turística de la ciudad sería conveniente formar un poquito al visitante antes de que se sumerja en este curioso mundo que, cuanto menos, le va a fascinar. Sería necesario que antes pasara por un denominado centro de interpretación donde un vídeo, unos paneles interactivos que no siempre funcionan y unas vitrinas con el vaso Duralex Gigogne, por supuesto, acompañado de sus correspondientes mondadientes -de madera y de dos puntas- desvelaran el misterio. Al lado, la olla gigante de aluminio y el imprescindible cazo.
Porque un puesto de caracoles no es lo mismo que un bar, ni tiene el mismo horario ni tiene el mismo repertorio. Los turistas tienen que saber que allí se va a lo que se va: al sorbetón puro y duro y a la cerveza fresquita; lo demás no forma parte de esta cultura caracolera que a mediados de junio, cuando ya el calor aprieta de lo lindo, ha plegado sus alas hasta el año que viene.
Un vaso de caracoles no sabe lo mismo al aire libre que en la mesa de un bar. Hay que consumirlos con la prenda de abrigo puesta si es de noche o disfrutando del cálido sol del mediodía. Con esas condiciones parece que el caldo hasta pica más. Y las conchas de los caracoles caen y rebotan de forma insustituible en esos lebrillos de plástico siempre azules o verdes, que presiden el centro de las mesas, como el adminículo con el que culmina el rito ancestral.
El caracol como elemento de promoción de la ciudad podría tener futuro. Habría visitantes que hasta se especializarían y preferirían los de un lugar a los de otro, se harían incondicionales de un puesto concreto. Para la siguiente visita a Córdoba se les dejaría la otra parte del temario, para que comprendieran a su debido tiempo cómo se han colado las recetas de los caracoles tex-mex o las de salsa carbonara. Un misterio por desvelar.
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