Las trampas saduceas
Cualquiera diría que la vocación sanchista de conmemorar la muerte de Franco consistiría en poner en práctica alguno de los juegos capciosos con los que el tardofranquismo entretenía al personal, consciente de que simplemente era una táctica para ganar tiempo y no enfrentarse a la realidad del momento. La expresión «trampa saducea» fue utilizada por el entonces ministro secretario general del Movimiento, Torcuato Fernandez Miranda, para obviar su concepto sobre la naturaleza política de las asociaciones políticas que el régimen puso en marcha para regular la participación ciudadana en la política de entonces.
Sánchez, que parece haberse olvidado de que iba a celebrar cada tres días un acto conmemorativo de la muerte del dictador, ha debido pensar que la mejor forma de hacerlo es copiar su estilo de gobierno. Y ha puesto en marcha una verdadera fábrica de trampas saduceas, la primera de ellas la del decreto ómnibus devenido, por razones de supervivencia, en un modesto microbús, con la finalidad de que a sus adversarios les cogiera el toro, cualquiera que fuera su decisión al respecto.
La trampa saducea consistía en inventarse una macronorma legislativa, mezclando churras con merinas, con el único objeto de comprometer a la oposición popular de modo que, cualquiera que fuera su respuesta, sería malinterpretada o se consideraría inconveniente. La cuestión era descalificar a sus adversarios acusándolos falsamente porque «no querían subir las pensiones, ni ayudar a los usuarios del transporte público ni a los damnificados por la dana». Tan saduceos eran los tramposos que han hecho, con sus mandados sindicales, el mayor de los ridiculos pretendiendo insistir en un engañabobos que hay que ser muy necio y muy sectario para seguirle el juego.
En realidad el decreto ómnibus no pretendía subir las pensiones, o mejor dicho, no era esa la principal finalidad perseguida. Se trataba de humillar al PP, descalificar a la oposición. Era la sacralizacion del muro, la expulsión definitiva del adversario. Era la misma razón por la que no se decretó el estado de emergencia por la dana: condenar al adversario, inutilizarlo en provecho propio. Es condenar a los españoles a la angustia, a la tristeza del cainismo irredento, a la confrontación permanente. Porque la obsesión sanchista es única y exclusivamente esa: simplificar la vida política, reducirlo todo al blanco o al negro, al dogma de la derecha o al dogma de la izquierda, a los buenos o a los malos, a todos rojos o todos fascistas. ¡Que lejos están de la realidad del país!.
Tenía razón Felipe González cuando, recientemente, decía que la polarización pretendida de la sociedad española actualmente proviene de arriba hacia abajo. Porque esa es la filosofía del poder sanchista: por intereses espurios de poder, arrastrarnos a todos a su polarización política porque sólo en ella puede sobrevivir. Es descalificar al adversario con ese nuevo invento de la multinacional ultraderechista para provocar que, desde la otra acera, lo tachen de liderar la multinacional ultraizquierdista. Populismos a diestra y populismos a siniestra.
El problema para los tramposos es que la sociedad española, en contra de sus pretensiones, no cae tan fácilmente en sus postulados saduceos. No está polarizada la sociedad, no hay confrontación de abajo hacia arriba, que eso sí sería preocupante. La polarización solo es un objetivo de políticos mediocres, oportunistas y sectarios. Y la mayoría de los españoles no ha caído en la trampa pretendida, y si no que le pregunten a los cebados sindicatos sanchistas después del sonoro fracaso de sus recientes protestas.
Quien considera que la política es un juego de tahures tiene sus días contados porque, antes o después, se descubren sus cartas marcadas. Ese será el final de Sánchez: el que le espera a todo ambicioso que no tiene límites y que está rompiendo las costuras del Estado Derecho, instrumentalizando todas las instituciones en beneficio propio. Como advirtió el sabio ateniense Solon a quienes poco han hecho por la sociedad, «no deben destruir lo que no han conseguido». Trampeando se puede ascender a base de codazos, pero la caída del tramposo suele ser más dura cuando todo lo ha apostado al frentismo y a la confrontación, intentando romper una convivencia ejemplarmente conseguida.