La toga en venta
En estos tiempos, la abogacía se debate entre el eco de un pasado lleno de códigos de honor y el estruendo de una realidad donde todo vale con tal de captar «clientes de calidad» y engordar facturaciones low-cost. Hemos pasado de la solemnidad de la toga al trajín de los gabinetes «a precio de saldo», y con ello se ha desdibujado la esencia misma del oficio. El espejo ético se ha agrietado: el servicio al cliente ha cedido ante la lógica del abaratamiento, los honorarios se prostituyen y la profesión, otrora estandarte social, se desliza hacia un precipicio moral que roza lo grotesco.
Quizá convenga recordar a Antonio Machado cuando hablaba de «hacer camino al andar»: antaño, ese camino venía marcado por valores claros, como el secreto profesional, la lealtad y el compromiso con la justicia. Hoy, en cambio, todo se improvisa sobre asfalto resquebrajado: la praxis jurídica se adapta al ritmo de la oferta, dejando de lado el arraigo ético que debería sostenerla.
El discurso mercantil se ha instalado sin complejos. Los despachos ya no hablan de defensa de derechos, sino de «nicho de mercado» y «estrategias de captación digital»; los clientes son vistos como consumidores, más atentos al precio que al valor del consejo. Esta mercantilización denuncia una profesión en crisis que ha perdido su norte institucional y profesional.
La «prostitución de precios» ya no es solo metáfora: basta ver cómo un colega ofrece una limosna por llevar un caso en Málaga, como si se tratara de un recado de fontanería, y al negarse, responde con la petulancia de quien paga lo justo por lo que vale. Ese episodio ilustra la precariedad que invade al sector y la degradación de las relaciones profesionales; un reflejo palmario de cómo el interés económico desborda la dignidad.
Por si fuera poco, la tecnología promete «revolucionar» el ejercicio del Derecho con IA y automatismos, y algunos despachos ya delegan tareas en ChatGPT sin el mínimo control, lo que ha derivado en sentencias falsas, citas de leyes inapropiadas y brechas de confidencialidad. El ansia por abaratar costes conduce a externalizar la responsabilidad: «más barato, menos humano» parece ser la consigna. Bien sabe mi lector mi defensa acérrima de la IA, pero con desconocimiento y rapidez la odisea es otra.
Frente a esta debacle, la calidad del servicio se difumina, y la justicia, curiosamente, es la gran perjudicada. En el fondo, el abogado debe ser un custodio de la ley y un intérprete de la equidad; sin embargo, esa figura noble se está convirtiendo en un agente más del supermercado del Derecho, donde prima la rentabilidad sobre el rigor y la vocación.
Sin ética, no hay profesión que subsista: el Código Deontológico que nos obliga al secreto profesional, a evitar conflictos de interés y a no pactar honorarios fuera de lo razonable está en trance de convertirse en simple ornamentación institucional. Es llamativo, además, cómo persisten prácticas de fraude procesal y conductas reñidas con el decoro más básico, aun cuando el Colegio y los tribunales insisten en que la ética debe ser «la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno su derecho».
Y, sin embargo, ¿quién recuerda ya aquel «glamour» entre comillas que se atribuía a la abogacía? El prestigio social (remarcado como ventaja de la profesión) se desvanece entre montañas de facturas recortadas y mensajes de WhatsApp ofreciendo «ganga jurídica». Hoy, más que a la toga y la enciclopedia de leyes, nos asemejamos al teleoperador jurídico, intentando cerrar una venta antes de ofrecer un consejo con verdadera trascendencia.
El colapso ético no es un fantasma: es la radiografía de una profesión en plena liquidez moral. Si no recuperamos el valor tangible del asesoramiento, si no reinstauramos la confianza como piedra angular de la relación abogado-cliente, acabaremos transformando el Derecho en un subproducto industrial. No es ya cuestión de romanticismo, sino de supervivencia de la abogacía como institución comprometida con el bien común.
En última instancia, solo existe un antídoto: reivindicar la abogacía como un ejercicio de responsabilidad y servicio, no como un mero negocio. Volver al pulso humano, al ideal de justicia (ese que Ulpiano describió como voluntad constante de dar a cada uno su derecho) y alejarse de la tentación de la ganga barata, rescatando así la dignidad de una profesión que merece más que simples descuentos para sobrevivir. Porque así, señores, compañeros, amigos, las ganancias llegarán, aunque tarden, llegaran y no prostituiremos una de las profesiones más bonitas del mundo y que cada día va muriendo un poco más.