La sociedad de los tontos
En un mundo occidental tan evolucionado y avanzado en bienes materiales, tener cierto éxito ya no se guarda a élites minoritarias, sino que se ha extendido como una mancha de aceite
Recuerdo una ocasión en la que tocaba viajar en avión y, como todas las plazas estaban ocupadas, me pasaron a clase business. Fue sentarme y ver cómo se me iba poniendo cara de tonto, como si el puesto reclamara poner cara «business», cara de tipo interesante, afamado e importante. A medida que me iban agasajando con diferentes tipos de desayunos - dulce o andaluz (creo que me apreté disimuladamente los dos como buen hijo de padres españoles de la postguerra)- el alma asentía y se dejaba convencer de que era justo y proporcionado a mi estatura humana, a mis éxitos y virtudes. Dice una amiga que hay que tener mucho cuidado con la adulación porque es como un caramelo envenenado: mientras lo vas chupando te va gustando y envenenando a la vez sin enterarte.
En nuestras sociedades reina un tipo de tonto: el que ha tenido cierto éxito. Si ha tenido un éxito total corre el riesgo de ser un tonto total. Si éxito parcial, tonto parcial. Aunque me temo que la tontería invada siempre más espacio o porcentaje que el del éxito, tanto nos hinchamos como gallitos cuando parecen ir bien las cosas. Hasta damos consejitos a los demás: «deberías probar, deberías hacer». Como si el éxito total o parcial hubiera dependido de nosotros mismos, de nuestro denuedo y esfuerzo.
En un mundo occidental tan evolucionado y avanzado en bienes materiales, tener cierto éxito ya no se guarda a élites minoritarias, sino que se ha extendido como una mancha de aceite. Antes, los coches 16 válvulas estaban reservados a «rubios guaperas con el pelo engominado echa opa atrás». Ahora, lo tiene cualquiera.
Así que los tontos se juntan a otros tontos y empieza la fiesta. Se agasajan entre ellos, comparan sus virtudes y subrayan educadamente sus grandes dotes. Incluso llegan a introducir en su juego ciertas pinceladas de lo social metiendo algún inmigrante por aquí o por allá de vez en cuando. Le da un toque exótico a la reunión. El día en el que uno de ellos fracasa, desaparece toda parafernalia. La gratuidad está en ellos excluida de raíz.
Hace poco, después de una celebración, conocí a un recién nombrado obispo venido del mundillo social y dedicado a los barrios pobres. A cada minuto que pasaba de la conversación me iba diciendo por dentro «yo esa cara la conozco, me es familiar». ¡Claro! Le han nombrado obispo. Se acabó la Iglesia desordenada en salida que monta lío y ruido, como un hospital de campaña. Ahora toca la iglesia en orden, cerradita y autorreferencial. Y yo en el centro. Seguidme a mi muchachos, obedezcan, que yo ya se. Allí lo dejé parloteando con sus subalternos, unos perfectos sumisos que jamás recordarán a su jefe que por mucho que sepa ya, su compromiso es el «servicio a» y no tanto «de servirse de». Les nombras en algún cargo, les das una responsabilidad y zasca, todos igual, cara tonto y palante. Ya lo dice el refrán: se conoce a Juanillo cuando le das un carguillo.
Hace poco me contaba un amigo la conversación con un vecino. Intentaba, evangélicamente, congraciarse con él después de algunas tensiones por temas vecinales. En medio de la irreverente intentona, al otro no se le ocurrió otra cosa que decirle que lo que le pasaba era que tenía envidia de su coche. ¿Celos de su coche? Señores mayores de barba y bigote que diría mi madre y resulta que cree que tiene celos de su coche. Qué sorpresa. Claro. Una mens así, con un tonto así de tal calibre que lleva todavía tejido a su memoria el antiguo anuncio de la tele del coche de las 16 válvulas, pues difícil.
¿Qué tiene que pasar para volver a una vida más aterrizada, más sencilla donde disfrutar de los bienes sencillos de la vida, de la vida-vida? Está claro, una gran gracia. Muchas veces esa gran gracia sucede en forma de catástrofe, de fracaso en los negocios, sentimental o en medio de una enfermedad grave o de un accidente que hace explotar la burbuja materialista que se había creado a nuestro alrededor en esta sociedad tan avanzada.
¡Qué gran libro el de Fabrice Hadjadj «Tenga usted éxito en el momento de su muerte Todo: anti-método para vivir»! Pero hay otro antídoto que se adelanta a la catástrofe: si le entra un ataque de tontería, corra y tírese a servir al más sucio de la calle, al sin papeles, al adicto alcohólico o al primero que vea por ahí tirado. Corra antes de que el tonto éxito le coma el corazón y la cabeza y ya solo pueda salir de él en la catástrofe. ¡Sirva tontín, sirva!