Por derechoLuis Marín Sicilia

En defensa propia

«Estos tejemanejes en beneficio de quienes siempre han jugado con ventaja tienen de todo menos de progresismo»

Tras la ruptura con Junts, Pedro Sánchez no tuvo reparo en arrodillarse sin pudor ante quien le sostenía en el poder. Primero le imploró a la portavoz Mirian Nogueras, en debate parlamentario, sobre la necesidad de mantener el pacto porque unos y otros, dijo, se necesitaban. A partir de ahí, Sánchez ha venido haciendo concesiones a algunos planteamientos del partido catalán que tenia congelados, entre ellos una flexibilización de las finanzas de los ayuntamientos, endurecimiento de penas a los multirreincidentes y ayudas a determinados arrendadores en caso de impagos. Todo ello de manera servil y provocando el descontento entre sus otros acreedores que le sostienen en el gobierno.

Pero la gravedad del camino emprendido por Sánchez no está en esas concesiones parciales al separatismo. Su gravedad reside en haber emprendido un camino que fracturará, de conseguir su objetivo, la identidad nacional. Tras la disposición sanchista a recuperar el apoyo de Junts, el 23 de noviembre Puigdemont publicó en El País, con el preceptivo placet de Sánchez, un artículo que enviaba al ocupante de la Moncloa un mensaje rotundo: «La única salida que tiene el socialismo español es la ruptura con la Constitución del 78 y reconocer el derecho de autodeterminación de los pueblos…» Por si no estuviera claro el desafío de los socios de Sánchez al orden constitucional, el 3 de diciembre Arnaldo Otegi alentaba al presidente del Gobierno a «romper con la Transición y asumir una España plurinacional».

¿Y que hizo Sánchez ante esos mensajes rupturistas?. Lo que hacen siempre los traidores: hablar de reformas que encubran la ruptura. Así, sin despeinarse, el mismo día de la Constitución se comprometió a «reescribir el marco constitucional», aceptando las palabras de la propia presidenta del Congreso que hablaba de «reformar la Constitución para adecuarla a la diversa realidad territorial». Mientras se deshilachan las costuras de la Constitución con las sucesivas concesiones a unas autonomías perennemente insatisfechas, un presidente traiciona su función principal aceptando reescribir la norma que garantiza la convivencia en igualdad de todos los españoles, es decir volver a escribir lo ya escrito introduciendo cambios. Eso se llama reformar la Constitución, y hay un procedimiento legal para hacerlo que exige más consenso del que sostiene a Sánchez.

Pocos pueden dudar hoy de que, con la complicidad del Tribunal Constitucional de Conde Pumpido, se pretende caminar hacia una estructura confederal de España, totalmente ajena a la voluntad de los españoles pero ambiciosamente deseada por quienes siempre han gozado de privilegios que los han enriquecido a costa de los demás. En eso consiste su concepto de singularidad. Una izquierda que no entienda que el respeto a las distintas culturas e identidades no puede conllevar desigualdades en derechos es una izquierda que no cree ni en la democracia, ni en la solidaridad ni en la libertad.

La Constitución española vigente ha sido la única en su historia aprobada en referéndum por el conjunto del pueblo español. Ninguna otra fue refrendada sino que fue impuesta por los vencedores del momento. Quien quiera reformar nuestra Carta Magna tiene que consultar a todos los españoles, cumpliendo los trámites del artículo 168: aprobación por los dos tercios de los parlamentarios, disolución de las Cortes, elecciones constituyentes para aprobar un nuevo texto constitucional y posterior aprobación de ese texto en referéndum nacional. Ese es el camino, lo demás es gobernar para satisfacer ambiciones parciales y sostener a una serie de oportunistas en sus cargos.

La izquierda española debe hacérselo mirar: o está con el pueblo o está contra el pueblo. Estos tejemanejes en beneficio de quienes siempre han jugado con ventaja tienen de todo menos de progresismo. Ya sabemos, con los casos de Monedero, Errejón, Salazar y tantos otros que vamos conociendo, hasta donde llega eso del feminismo de izquierdas donde proliferan babosos, machirulos y acosadores. Lo mismo que ocurrirá con su pregonado progresismo si siguen atados a quien producirá, con sus concesiones al separatismo, las mismas injusticias que llevaron a sus abuelos a hacer las maletas para buscar trabajo en Cataluña y en el País Vasco, destinos donde entonces se concentraban las grandes inversiones de los planes de desarrollo. Quienes por cuatro monedas mantienen a Sánchez son tan responsables como el.

Cuando fue a Barcelona para implorar perdón a Puigdemont el pasado 1 de diciembre, la periodista Gemma Nierga le formuló a Sanchez una clara pregunta: ¿Dimitirá si es imputado?. El presidente se removió incómodo, con una mueca entre indignado e incrédulo, y solo respondió con otra tímida pregunta sobre por qué habría de ser imputado. Y la respuesta es fácil: si sus próximos, familiares, políticos y fontaneros que no paran de visitar juzgados y prisiones, fueran condenados, Sánchez aparecería como colaborador necesario, por activa o por pasiva, en la comisión de los hechos condenados.

Ante esa coyuntura, habría que pedir un suplicatorio al Congreso para poder procesar a Sánchez que cuenta con una Mesa del Congreso de total fidelidad. Y esa Mesa puede proteger su aforamiento paralizando un hipotético suplicatorio dejándolo caducar, lo que provocaría, en base a una ley vigente de 1912, el sobreseimiento del suplicatorio para imputar al presidente. Esa es la razón de su enconada voluntad de agotar la legislatura: lo hace en defensa propia y aguantará lo indecible, con el rostro demudado y el descaro como norma. El problema es que cuanto más aguante más sufrirá la convivencia de los españoles y mayor será el daño que haga a su propio partido. Así terminan todos los déspotas.

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