La mujer es una fortaleza asediada

La mujer es una fortaleza asediada

Crónicas castizas

La mujer asediada

Fueron muchos los guerreros y no pocas las amazonas, yo no entre unos y ellas, que pugnaron por asaltarla y rendirle, pero el baluarte era muy suyo, de ella y de nadie más. Habitada en el pasado por piratas y revolucionarios de sonados apellidos

La conocí hace años, no fue en la calle, ni tampoco en un bar, sino más bien en un aula pedagógica de esas que pasan de la teoría a la práctica y a la que nombraron como hub en un momento poco inspirado. Quería una misión y se la ofrecí a cambio de desembozarse en tiempos del cólera contemporáneo. Le sucedieron visitas bienaventuradas a enfermos y aventuras periodísticas en torreones de debate encallados en pasajes ofrecidos a Magallanes. Y su historia es la que estoy a punto de relatar, la de ella.

Era como una camisa de once varas, pero eso no disuadía ni a unos ni a otras de intentar asaltar la fortaleza, de atractivas almenas y con una cancela con puente levadizo para internarse y no evadirse de su patio de armas ni de la torre del homenaje y qué homenaje. Fueron muchos los guerreros y no pocas las amazonas, no es mi caso, que pugnaron por asaltarla y rendirla, pero el baluarte era muy suyo, de ella y de nadie más. Habitada en el pasado por piratas y revolucionarios de sonados apellidos, rechazaba con desparpajo a las escalas de asalto y a las máquinas de guerra que arrojaban sobre ella fuego ardiente, las más de las veces, y peñascos cargantes las otras.

En su ayer habitado hubo una fuga de desamor, una historia en minúsculas que la ayudó a florecer y remontar la mocedad y se hizo sabia sin perder la frescura, ausente de canas y arrugas. Intervino en muchas lides, pero no fue engullida ni devorada en fauces ansiosas, firme en su fe, al menos frente a los bravucones que se quedaron con una almena entre los dientes. Y es que la fortaleza se erguía inexpugnable, casi siempre, en el camino entre la lluvia cálida del sur y las montañas de blanco voluptuoso del norte, imposible resistir a su magnetismo gravitatorio.

Sobre su almena, nadie es perfecto, ondeaba retador el estandarte culé rojo y azul del conde de Barcelona, más por importunar que por querencia, lo que avivaba para su recreo las iras de los castellanos de la villa y corte que con sus jubones blancos o listados la pugnaban sin éxito al mirarla con vilipendio o cuando no con animadversión sin conseguir batirla. Fueron las porras en Ferraz, las de los de los pitufos, sicarios de la pasma y del amo de Moncloa las que la baldaron y cayó herida sin queja, pero con imprecaciones que les hicieron persistir en su crueldad. Ella pudo refugiarse en la atareada hada madrina que me la envió –¿qué fortaleza merecedora de ese nombre carece de ella?–, de cabello nevado y sonrisa de ángel que había compartido con ella humos y palabras, miradas y abrazos. Junto a ella también faeno con saber arcano apacentando las huestes de alevines y escuderos, que ríen y folgan en su entorno. Es amiga de otras dos dueñas que escoltan las puertas de su alcazaba. Una de cabellos dorados y dinastías reales; la otra, de fuerte carácter, evoca en sus ojos azules a un galán que fue doncel en tierras de Castilla, por la Ribera, envenenado por plomo en Levante un otoño ya viejo.

Fue recibido en sus salones un diplomático, enviado a negociar una paz que acabó siendo armada por sus torpezas y las condiciones inadmisibles para alguien altiva, orgullosa y señora de sí. Pero he ahí que el conquistador no fue burgués de los que tienen la mesa, ni clérigo de los que celebran la misa y menos plebeyo de la masa, sino un hombre con apenas su camisa quien estampó su huella en los recónditos humedales, entre las montañas y en las junglas feraces. Jinete solitario y saetero con el tiempo nevando en su rostro antiguo, alquimista de palabras sacadas de un libro que aún se escribe.

Cuando la divises entre leoneses, «reyes de la minería», su cara cana vuelta al cielo absoluto de Castilla, recuerda que es historia presente con más futuro que pasado cual corresponde a una dama asediada y conquistarla no es proeza de la que ufanarse, sino aceptarla libre e indómita.

Vaya esta pieza en su honor, compañera. Porque en la próxima hablaré de un abogado metido a editor y tendrá hiel en lugar de miel.

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas