No somos islas
La historia del hombre hallado en Valencia debe ser un punto de inflexión. No podemos permitir que la soledad se convierta en una forma de muerte anticipada.
Una bofetada desde nuestra realidad cercana. Una reciente noticia fue tan estremecedora como reveladora: un hombre fue hallado muerto en su vivienda de Valencia, quince años después de su fallecimiento. Su cuerpo permaneció allí, invisible para el mundo, hasta que unas lluvias torrenciales obligaron a revisar una terraza inundada. Quince años. Quince inviernos, veranos, Navidades, elecciones, pandemias. Y nadie lo echó de menos.
Este hecho, que parece sacado de una novela de realismo trágico, no es un caso aislado. Es el reflejo de una realidad que se extiende silenciosamente por nuestras ciudades: la soledad extrema en personas mayores.
En España, más de dos millones de personas mayores de 65 años viven solas. Y aunque vivir solo no implica necesariamente estar solo, la línea que separa la autonomía de la invisibilidad puede ser muy delgada.
La soledad no siempre se manifiesta en el silencio absoluto. A veces se disfraza de rutina, de independencia, de «no quiero molestar». Pero cuando nadie pregunta, cuando nadie de la familia llama, cuando los vínculos se diluyen, la vida puede volverse una isla. Y en esa isla, el tiempo se detiene. Como en el caso de este hombre, cuyo reloj vital se paró hace tres lustros sin que nadie lo notara.
La pregunta que surge es incómoda, pero necesaria: ¿cómo es posible que alguien desaparezca de la vida sin que el mundo lo advierta? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo, donde la conexión humana se ha vuelto tan frágil que puede romperse sin dejar huella?
La tecnología, la urbanización, el ritmo frenético de la vida moderna, entre otros factores, han contribuido a que las redes de apoyo tradicionales –la familia extensa, el vecindario, la comunidad– se debiliten. Y aunque existen servicios sociales, programas de acompañamiento y voluntariado, no siempre llegan a tiempo, ni a todos.
Combatir la soledad no es solo una cuestión de políticas públicas. Es también una responsabilidad colectiva. Significa visitar al familiar que vive solo, mirar al vecino, preguntar cómo está, recordar que detrás de cada puerta hay una historia. Significa entender que el envejecimiento no debe ser sinónimo de aislamiento social.
Hay iniciativas esperanzadoras: redes vecinales que se organizan para visitar a mayores, programas intergeneracionales que fomentan el contacto entre jóvenes y ancianos, proyectos que utilizan la tecnología para mantener el vínculo humano. Pero aún queda mucho por hacer.
La historia del hombre hallado en Valencia debe ser un punto de inflexión. No podemos permitir que la soledad se convierta en una forma de muerte anticipada. No somos islas. Somos seres sociales, tejidos de afectos, memorias y vínculos. Y cada vida merece ser vista, escuchada, acompañada.
Que esta noticia no sea solo una anécdota macabra, sino una llamada urgente a reconstruir los lazos que nos unen. Como nos recuerda Thomas Merton en su libro Los hombres no son islas, estamos conectados dentro de la comunidad, miembros los unos de los otros. Porque al final, lo que nos salva no es la tecnología, ni el progreso, ni la eficiencia. Lo que nos plenifica es el otro.
* Javier López Martínez es doctor en Psicología y colaborador del Instituto CEU de Estudios de la familia