Las grandes coronaciones británicas
La Coronación de Eduardo VII en 1902: algo deslucida por su imprevista operación quirúrgica
Los excesos alimentarios del Rey le pasaron factura una semana antes de la ceremonia: el aplazamiento solo mancilló ligeramente un acto grandioso
Eduardo VII (1841-1910) sucedió a su madre, Victoria, el 22 de enero de 1901. Su Coronación, siguiendo la pauta establecida de dejar pasar un tiempo prudencial de alrededor de año y medio desde la muerte del anterior monarca, estaba prevista para el 26 de junio de 1902. Sin embargo, el nuevo Rey fue víctima de su bulimia y demás excesos alimentarios, que afloraron en las semanas inmediatamente anteriores al día señalado.
El 16 de junio, Eduardo VII se resfrió. «Después de atiborrarse de una gran cantidad de langosta dura», de acuerdo a lo plasmado en su diario, «se había empapado durante una inspección militar en Aldershot. Se quejaba de dolor abdominal y mandó llamar por la noche a [su médico de cabecera sir Francis] Laking. Se retiró a dormir a Windsor. Ominosamente, no hizo ninguna aparición en las carreras de Ascot. Su vientre estaba grotescamente extendido y agudamente dolorido».
Pero se negaba a posponer la Coronación. Según escribe su biógrafa, Janet Ridley, «Laking dijo al Rey que tenía un absceso abdominal que le causaría la muerte por envenenamiento de la sangre a menos que se le operara inmediatamente». El Rey se negó: «La Coronación no puede posponerse, no lo permitiré. No puedo y no defraudaré al pueblo... Iré a la Abadía [de Westminster] el jueves, aunque muera allí». Laking respondió: «Si Su Majestad fuera el jueves a la Abadía, con toda probabilidad, morirá allí».
Posible aplazamiento
Podría haberse quedado en un mero intercambio de pareceres. El problema radicaba en que en los cenáculos mejor informados de Londres ya se había extendido el rumor de la mala salud del Rey y, por ende, de la posibilidad de un aplazamiento de la Coronación. Eran acertados: a las 12 y 25 del mediodía del 24 de junio, mientras la Casa del Rey confirmaba lo que ya se antojaba inevitable, Eduardo VII ingresaba en el quirófano improvisado en su vestidor del Palacio de Buckingham.
El aplazamiento obligó a los dignatarios extranjeros presentes en Londres a regresar a sus países e hizo dos «víctimas» colaterales. La primera fue César Ritz, el propietario del nuevo hotel de moda Carlton -y fundador de la célebre cadena que lleva su nombre-: escribe Ridley que «al enterarse del aplazamiento de la coronación, sufrió un ataque de epilepsia. Estratégicamente situado en la ruta de la Coronación, en la esquina de Pall Mall, el Carlton era uno de los restaurantes favoritos de Bertie [mote de Eduardo VII], y César Ritz había planeado una cena de gala para 500 comensales». La otra fue Arthur Benson, autor de la letra del Land of Hope and Glory, himno especialmente compuesto para la Coronación. Benson llegó a pensar que nunca se tocar.
Por fortuna, se equivocó: la intervención quirúrgica, realizada por el cirujano real sir Frederick Treves, salió sin complicaciones. La nueva y definitiva fecha para coronar a Eduardo VII fue fijada para el 9 agosto, día de mediados de verano, por lo que la representación de las potencias del momento quedaba rebajada al nivel de embajadores. Mas las seis semanas de plazo (entre junio y agosto) fueron aprovechadas por el duque de Norfolk para perfeccionar los ensayos.
Aunque hubo fallos: El día de marras, mientras la Reina Alejandra -nacida Princesa de Dinamarca- cruzaba el umbral de la AQbadía, los colegiales de Westminster gritaron Vivat Regina Alexandra, Vivat Vivat, Vivat! «No importaba», prosigue Ridley, «que los vivats no estuvieran acompasados con el himno. Los 8.000 fieles llevaban ya más de tres horas en sus asientos, pero valió la pena esperar a la Reina, vestida con una gasa india dorada y una cola púrpura».
A continuación, hizo su entrada el cortejo del protagonista, Eduardo VII, que lucía todos los distintivos de su dignidad, empezando por el cetro, el orbe y la corona. De nuevo, los vivat fueron emitidos a destiempo y hubo que repetirlos. Ridley: «mientras Bertie subía a paso ligero por la nave (...) la gente notó un extraño silencio y una extraordinaria quietud en la abadía». La norteamericana Consuelo Vanderbilt, legendaria duquesa de Marlborough, sintió un nudo en la garganta y se dio cuenta de que «era más británica de lo que creía».
Corona más ligera
El Rey, pese al paso firme que exhibió al entrar, no estaba en condiciones de ceñir la pesada y tradicional Corona de San Eduardo, decantándose por la Corona Imperial de Estado, de dimensiones algo más modestas. Aunque el fallo que más se temía era el del viejo arzobispo de Canterbury, Frederick Temple, de 81 años de edad y con graves deficiencias visuales: impuso la Corona al revés y fue el mismo Eduardo VII quien, discretamente, rectificó la posición.
También discretamente, estaban, en calidad de invitadas en una galería encima del presbiterio, las amantes del Rey: Jennie Churchill, madre del estadista, Sarah Bernhardt y Alice Keppel, bisabuela de la Reina Camilla. Un mero detalle en términos históricos. Lo importante es que Eduardo VII logró hacer de su Coronación, pese al imprevisto deslucimiento, una muestra de la grandeza de un Imperio Británico que se encontraba en su apogeo.