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28 de abril de 2024

El emperador Carlos I en la batalla de Mühlberg por Ticiano

El emperador Carlos I en la batalla de Mühlberg por TicianoWikimedia Commons

La formación de la Comunidad Hispana de Naciones y el ocaso del «Imperio donde nunca se ponía el sol»

El Emperador Carlos dejaba sentado para siempre el principio de unidad entre las tierras del Imperio bajo la Corona de Castilla. A partir de ahí, la legislación española no marcó ninguna diferencia entre los hispanos europeos, los hispanoamericanos y los hispanos asiáticos

«Considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos y damos fe y palabra real por nos y los Reyes, nuestros sucesores, que para siempre jamás no serán enajenados ni apartados en todo ni en parte, ni sus ciudadanos ni poblaciones por ninguna causa o razón, en favor de ninguna persona. Si nos o nuestros sucesores hiciéramos donación o enajenación contra lo susodicho será nula. Y por tal fin, declaramos, con la promulgación de esta Real Cédula dada en Barcelona el 14 de septiembre de 1519».
El Emperador Carlos dejaba sentado para siempre el principio de unidad entre las tierras del imperio bajo la corona de Castilla. A partir de ahí, la legislación española no marcó ninguna diferencia entre los hispanos europeos, los hispanoamericanos y los hispanos asiáticos, sobre la condición legal de los nacidos en estas latitudes.

La unidad de las Españas

Las Españas de los Austrias estaban formadas por reinos y regiones iguales entre sí pero autónomos, ya que cada uno mantenía fueros, privilegios, franquicias y libertades en atención a estos principios. Las provincias del Nuevo Mundo quedaron permanentemente al margen de las guerras que España mantenía en Europa. Algo que no ocurría cuando aquellos territorios eran amenazados por naciones extranjeras. Soldados peninsulares acudían en su defensa.
Con el centralismo borbónico se intentó crear un Estado más unitario y para tal fin se intensificó el número de estudiantes criollos en las universidades peninsulares. Se les dio cargo en el Ejército y en la Iglesia, se formaron unidades de tropas compuestas por nacidos en América y Asia, con sede en la península.
A la vez, se organizaban en el Nuevo Mundo, regimientos integrados y dirigidos por nativos con buenos resultados prácticos, pues se enfrentaron y derrotaron a los ingleses en Cartagena de Indias, en Buenos Aires, Montevideo y Manila. Proeza ésta no emulada nunca por los españoles europeos que por otras causas siempre salieron derrotados en las grandes confrontaciones con los británicos.
Los criollos hispanoamericanos acataban al mismo rey, sin embargo, poseían su propia personalidad diferenciada y se consideraban plenamente identificados con los compatriotas de las otras regiones que formaban la extensa nación, máxime si llegaban a sus provincias a ocupar cargos administrativos o políticos. Les veían como intrusos aun siendo naturales de otro vicereinato. Peor con los peninsulares si detentaran puestos públicos. Porque los criollos no querían que ostentasen ninguno.
No ocurría lo mismo en el Asia hispana, la escasez de peninsulares por aquellos lares traía consigo que la mayor parte de los cargos, exceptuando los eclesiásticos y altos mandos del Ejército y la administración, estuvieran en manos nativas. En Filipinas no hubo guerra de conquista. Los filipinos se integraron voluntariamente en la nación española bajo el lema «Filipinas con España y no bajo España».

La independencia de las Españas americana y asiática

Esto fue así hasta finales del siglo XIX, cuando la torpe política de los gobiernos acabó por transformar en colonias lo que tradicionalmente habían sido provincias. Jamás se produjo por esto separatismo alguno. Con la vergüenza de las adjudicaciones encadenadas en Bayona se rompió el nexo de Unión de reinos y regiones que formaban el Imperio español. Dio comienzo el periodo de independencia.
Tanto en la península como en la América española se crearon las juntas populares de defensa de los intereses de Fernando VII, el rey legítimo. Pero sin reconocer otras autoridades que las propias al producirse la invasión napoleónica, la mayor parte de los gobernantes de uno y otro lado del Atlántico trataron de continuar en sus puestos acatando a José I y fue el pueblo quien se levantó contra esos afrancesados de conveniencia.
Al margen de la Junta de la península, el pueblo se organizó en partidas guerrilleras. En Hispanoamérica protagonizó tumultos como el que le costó dimitir al virrey del Río de la Plata, Santiago de Liniers, ante la duda de que si por ser francés de nacimiento, aunque español de actitud y corazón, pudiera someterse al rey intruso. Por ausencia del monarca el pueblo asumió el poder legítimo.
Con la independencia no se inicia la historia de Hispanoamérica, sino una etapa. Esa historia del apego a la tierra hizo no solo que fracasaran las ideas de unidad de todo el continente preconizadas por Miranda, Bolívar, San Martín y Bernardo O'Higgins.

Se crearon divisiones territoriales por la negativa de las nuevas naciones a reconocer el pasado común y su empeño en resaltar cuanto las diferenciaba

También originó divisiones territoriales por la negativa de las nuevas naciones a reconocer el pasado común y su empeño en resaltar cuanto las diferenciaba. El narcisismo de las pequeñas diferencias que decía Freud. Buena parte de la historia de los nuevos países, escrita por los vencedores, ha estado dictada por el apasionamiento y olvida que las causas de emancipación eran muy anteriores a la formación de las juntas.
De ellas podemos entresacar el enfrentamiento político de los criollos con los funcionarios llegados de la península; las apetencias de la oligarquía de acabar con el monopolio comercial de Cádiz y así negociar libremente con los ingleses que habían fijado sus bases de penetración en Jamaica; y las ideas enciclopedistas introducidas en Hispanoamérica por los criollos que viajaban a Europa. La floreciente industria inglesa, más aventajada que el resto de las naciones europeas, se adueñaba de los mercados. Y el Gobierno de su Graciosa Majestad vio en Jamaica una punta de lanza para introducir ilegalmente sus productos en la América Hispana. Se intensificó el contrabando. Los mercados de las provincias ultramarinas estaban cerrados a todo comercio que no fuera negociado desde Cádiz y el Reino Unido recrudeció sus viejas ambiciones territoriales sobre Hispanoamérica.
Llevó las guerras que mantenía en Europa con España al Nuevo Mundo y trató de tomar, con resultados infructuosos, Cartagena de Indias, Buenos Aires y Montevideo. Ante el fracaso y la derrota por la fuerza de las armas, los ingleses cambiaron de táctica y convirtieron a Jamaica en un santuario de los insurrectos hispanoamericanos, que en Kingston se refugiaban, mantenían adiestramiento militar, adquirían armas y reclutaban mercenarios. A su vez, desde Londres, los criollos que radicaban en Europa recibían instrucciones secretas y medios económicos para incentivar la guerra en la América Hispana: Miranda, Bolívar, San Martín O'Higgins. Puntales todos ellos de la sedición, habían contactado con logias masónicas dispuestos a amotinar a sus respectivas provincias.

Desde Londres, los criollos que radicaban en Europa recibían instrucciones secretas y medios económicos para incentivar la guerra en la América Hispana

En compensación a la ayuda prestada por la pérfida Albión, que sería desprendida y contundente, prometían: ventajas comerciales con cesión de territorios ricos y estratégicos en caso de que triunfara la insurrección. Tras el desenlace de la guerra consiguieron lo primero, pero no lo segundo por las negativas de los gobiernos de las nuevas naciones a pagar con sus territorios las promesas de los ingleses. En esos ejecutivos figuraban Bolívar, San Martín y O'Higgins, víctimas de su propia revolución. La vuelta a España de Fernando VII supuso el abandono de algunos insurgentes que luchaban por él.
Pero la dureza del rey como réplica a la guerra a muerte a los españoles impuesta por Bolívar significó que numerosos criollos imparciales se pasaran a los rebeldes, que ya habían adoptado la forma republicana de gobierno. La sublevación de Rafael Riego dio al traste con el envío de soldados peninsulares en auxilio del Ejército realista y trajo consigo el Trienio Liberal, la caída del absolutismo fernandino que había exigido la subordinación a la corona de los vasallos hispanoamericanos, sin pena de que sus tropas conquistaran las tierras perdidas, lo que originó un cambio de estrategia gubernamental. Los liberales trocaron la reconquista por el entendimiento. Y la denominación de Virrey dio paso al extraño nombre de jefe Político.
Como tal fue Juan Donoju a la nueva España, con resultados negativos. Muchos limeños y mexicanos que habían padecido anteriormente la inutilidad del sistema liberal optaron por independizarse de España con la restauración de Fernando VII, como rey absoluto, por la intervención de los Cien Mil hijos de San Luis. El Gobierno volvió a la antigua táctica. Fernando, que de ningún modo consideraba la separación de América, desplegó una intensa actividad diplomática por las Cortes europeas en demanda de mediación o ayuda militar. No lo logró debido a la contundente oposición de Inglaterra y se vio obligado a rendirse a los acontecimientos.

La decisión dominicana de reintegrarse en España llevó a Leopoldo O’Donnell a acariciar la idea de propiciar una Confederación de naciones hispanas bajo la dirección de España

La separación de América fue traumática para el pueblo y los gobiernos posteriores a Fernando VII. Aunque ya se había producido el reconocimiento de las nuevas naciones. La decisión dominicana de reintegrarse en España llevó a Leopoldo O’Donnell a acariciar la idea de propiciar una Confederación de naciones hispanas bajo la dirección de España. Idea que no fue atendida por las necias Cortes a pesar del entusiasmo que puso en ello Isabel II y de las peticiones en este sentido que realizaban caracterizados personajes hispanoamericanos.
El enfrascamiento de los partidos y los militares en la lucha por el poder les impidió prever las ventajas de toda índole que reportaría la creación de una Comunidad de naciones hispanas. La idea de O’donnell fue recogida por Ramiro de Maeztu y matizada por José Antonio Primo de Rivera. Sin embargo, ninguno de los gobiernos, quién sabe si bajo el tradicional peso del complejo histórico español apuntado por Miguel de Unamuno, se decidió a emprender esta tarea desde la emancipación. La proyección de España sobre las naciones alumbradas ha pasado a ser solo hermosas declaraciones de principios.
El desgajamiento de la España americana finalizó con la entrada de los soldados estadounidenses en Cuba y Puerto Rico, la antigua Boriquén, que jamás había tenido un movimiento de rebelión. En Cuba la revuelta no tenía el suficiente eco. Fue la política imperialista de los Estados Unidos y su situación privilegiada en aquellos territorios, que eran la llave del Golfo de México, lo que les impulsó a Ingeniarse pretextos para declarar una absurda guerra a España.
Tras el desastre del 98, consecuencia de la desigual confrontación, la potencia agresora se anexionó Cuba como botín de guerra y exigió Puerto Rico como indemnización por los perjuicios derivados de la contienda. En cuanto a Hispanoasia, en el mismo Tratado de París de 10 de diciembre de 1898, los norteamericanos obligaron a España, bajo la amenaza de trasladar la guerra a la península, a venderle Filipinas por 20 millones de dólares, a la vez que con toda tranquilidad se posesionaban de Guam, la isla más importante de las Marianas. Las islas Carolinas, las Marshall y las Palaos las traspasó España a Alemania por 25 millones de pesetas. Y de esta triste manera se desgajó la España Oriental.
Por fortuna, con la serenidad que reporta el paso del tiempo, la emancipación de América y Asia se ve con otra perspectiva. Ya no es un hecho trágico. Es la esplendorosa realidad de las 20 peculiares Españas, 20 naciones soberanas a la espera de una organización supranacional que soslaye lo que de modo circunstancial las distancia y encuentre lo que las une que es más.
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