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Manuel Azaña Díaz

Manuel Azaña DíazReal Academia de la Historia

El legado de Manuel Azaña, el controvertido presidente que quiso una República de izquierdas y sin derechas

Nunca se ha hablado de «azañismo», pero cuando se alude a la República el nombre de Azaña es el primero que viene a la cabeza. Azaña, no fue la II República, pero ésta sería incomprensible sin Azaña

Hay personas que acaban cobrando especial trascendencia al personalizar un determinado momento histórico. Por eso se habla de «felipismo», de «aznarismo» y, últimamente, de «sanchismo». Es el conocido fenómeno del hiper liderazgo. Curiosamente, nunca se ha hablado de «azañismo», pero cuando se alude a la República el nombre de Azaña es el primero que viene a la cabeza. Azaña, no fue la II República; pero ésta sería incomprensible sin Azaña.

Esta profunda significación ha hecho que los historiadores valoren su figura de acuerdo a su percepción general del régimen republicano. Para quienes lo consideran la gran experiencia de democracia avanzada vivida por España, Azaña es uno de los grandes políticos del siglo XX. Un líder preclaro y reformador «moderno» que no pudo acabar su obra por la negación de lo que estos sectores llaman las derechas reaccionarias. Para quienes mantienen una visión crítica hacia la República, Azaña fue un político rígido e inconsecuente que arrastró al país hacia el precipicio del conflicto civil.

Para quienes mantienen una visión crítica hacia la República, Azaña fue un político rígido e inconsecuente que arrastró al país hacia el precipicio del conflicto civil

Muchos creerán como Aristóteles que en esa visión polarizada la virtud debe estar en el punto medio. Pero esta posición esconde algunos elementos que es necesario tomar en consideración. Fue un modernizador, cierto es. Pero dogmático e inflexible, que confundió su propia idea de la modernidad con la de la sociedad que lideró. Azaña representó como pocos el icono del intelectual-político que se consideraba a sí mismo como un ser providencial que tenía como misión modernizar a cualquier precio una España que creía atrasada y oscura.

Azaña fue uno de los grandes estandartes de esa izquierda española caracterizada por una suerte de arrogancia moral que partía de una idea de superioridad respecto de quienes representaban la cosmovisión conservadora, a los que siempre despreció.

Una izquierda que se atribuía a sí misma una especie de «misión de civilización» que consistía en sacar a España de esas «tinieblas» de atraso que siempre atribuyeron a la derecha y a sus grandes referentes identitarios: la monarquía y, como no, el catolicismo.

Cuando proclamó que «España había dejado de ser católica» no aludía a ninguna realidad sociológica. Aludía a la religión como un problema político que la legislación podía y debía solucionar. Era el Estado el que debía dejar de ser católico, aunque millones de españoles fueran católicos.

El trágico retrato final de Azaña fue el de un gran intelectual que ejerció como político desde un arrogante dogmatismo

El verdadero problema que Azaña o la izquierda española en su conjunto no supieron resolver es que un cambio hacia un Estado no confesional debía venir sin que millones de católicos lo percibieran como un ataque inaceptable a sus creencias profundas. La alternativa era enfrentar a las «dos Españas».

Este fue el problema. Las reformas no buscaron ningún consenso. Se hicieron como imposición de una nueva modernidad sacralizada por unos y considerada claramente lesiva por la mitad de los españoles. Azaña pecó de un dogmatismo intransigente, considerando que su cosmovisión «progresista» era la única valida y, en consecuencia, la que debía imponerse absolutamente.

El dilema era que la cosmovisión conservadora era tanto o más importante para el universo conservador español como el progresismo consideraba la suya. En este sentido, Azaña representó el paso del conflicto político e ideológico a un conflicto más radical, más profundo: el de dos cosmovisiones cada vez más incompatibles entre sí.

Una cosa es evaluar las fundamentaciones jurídicas, morales e incluso filosóficas con las que Azaña afrontó su acción política y otra muy distinta es hacerlo sobre sus resultados y comprobar sus efectos sobre la convivencia entre españoles. No hay que olvidar que solamente tres meses después de las muy polémicas elecciones de febrero de 1936 y tras la también controvertida destitución del presidente Niceto Alcalá Zamora, a quien Azaña detestaba, el político alcalaíno alcanzó la presidencia de la República.

Se puede aducir que, indudablemente, los acontecimientos sobrepasaron la capacidad de actuación de cualquier político y que la Guerra Civil fue algo difícilmente evitable. Pero también es verdad que esa alta magistratura hubiera exigido una actuación más firme y moderada, encaminada a garantizar una convivencia que se destruía inexorablemente.

En el fondo, el trágico retrato final de Azaña fue el de un gran intelectual que ejerció como político desde un arrogante dogmatismo. Desde la posición de una persona que se definía a sí misma como demócrata y liberal, pero que durante su trayectoria política estuvo lejos de serlo. Porque nunca aceptó una idea real de convivencia, que suponía una sociedad inclusiva y abierta a todos.

Él siempre consideró que la democracia y la República eran él y los que pensaban como él. De ahí que creyera que la derecha no tenía cabida en una República idealizada como revolución democrática. La transición tras la muerte de Franco, que por supuesto, no se referencia en 1975, lo aprendió muy bien. ¿Y qué aprendió?: que la democracia y la convivencia solo se consiguen desde la inclusión y la aceptación de todos. Por eso, además de muchos otros factores de intransigencia generalizada, la República fracasó en apenas cinco años y la democracia actual se encamina a cumplir el medio siglo. Si la dejan, claro.

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