
Niceto Alcalá-Zamora, primer presidente de la II República, en San Sebastián
«¡No es esto! ¡No es esto!» o el mito de la legalidad republicana
Ortega y Gasset pronunció así una de sus frases más famosas, que continuaba: «... La República es una cosa, el radicalismo es otra. Si no, al tiempo»
Tengo la sensación de que en los últimos años se ha mitificado en exceso a la Segunda República como Estado de derecho, aunque tal vez más en el debate político que en el historiográfico. Algo que debe considerarse anómalo, pues aquel régimen político fue un estrepitoso fracaso.
El advenimiento de la República fue poco ortodoxo desde el punto de vista democrático. Se produjo tras una intentona de golpe militar en diciembre de 1930 y unas elecciones municipales en abril de 1931, adulteradas, que ni siquiera ganaron los republicanos. Sin embargo, Alfonso XIII, inseguro del apoyo militar, apresuró su exilio, declarando que aquellos resultados electorales le habían revelado «claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo».
Legisló copiosamente por decreto
En medio de aquel vacío de poder apareció en La Gaceta de Madrid, de 15 de abril de 1931, un decreto en el que cierto «Comité» republicano proclamó que había «tomado el Poder sin tramitación y sin resistencia ni oposición protocolaria alguna», designando como presidente del nuevo Gobierno «con plenos poderes» a Niceto Alcalá-Zamora.
A partir de aquel momento el mencionado Gobierno legisló copiosamente, por decreto, sobre materias que cualquier sistema democrático debe regular constitucionalmente. Es cierto que se aspiraba a que aquella legislación fuera convalidada posteriormente por las Cortes, pero, a pesar de ello, también tuvo algunos puntos bastante oscuros, como la revanchista Ley de Defensa de la República, que siempre deslegitimó a esa República y a la propia Constitución de 1931; o la misma Comisión de Responsabilidades de las Cortes, a la que muchos ya consideraron entonces un tribunal político, ajeno a los principios de seguridad jurídica y separación de poderes.
El resultado de aquellos debates fue un texto censurable: porque no se pactó, sino que se impuso por la mayoría electoral a la minoría
Tras las elecciones generales de junio de 1931 comenzaron los debates constitucionales, en los que pronto afloraron los asuntos más controvertidos, tales como la cuestión religiosa, las limitaciones a la propiedad privada, las aspiraciones de los nacionalismos separatistas, o el voto femenino, que, por cierto, el Partido Socialista pretendió negar a las mujeres: «hoy, […] es peligroso conceder el voto a la mujer». (Victoria Kent)
El resultado de aquellos debates fue un texto censurable: porque no se pactó, sino que se impuso por la mayoría electoral a la minoría; porque no garantizaba el derecho fundamental a la propiedad; o porque era profundamente anticatólico, lo que incluso condujo a la dimisión del presidente del Gobierno, Alcalá-Zamora, y de su ministro de Gobernación, Miguel Maura.
La violencia de las masas analfabetas
Precisamente, debido a este ambiente radicalizado y revanchista, el diputado José Ortega y Gasset escribió en septiembre de 1931, con amargo desencanto, una de sus frases más conocidas: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa, el radicalismo es otra. Si no, al tiempo».
En efecto, el gran problema que llevó al lamentable fracaso de aquella Constitución y de su «República democrática de trabajadores», fue el de la radicalización de las fuerzas políticas revolucionarias y el consecuente y gravísimo deterioro del orden público que la acompañó a lo largo de sus cinco años de existencia. Algo explicable, porque, en aquel contexto, fue relativamente sencillo conducir a la violencia a unas masas populares analfabetas y hambrientas de justicia social, que aterraron a los sectores sociales más conservadores.
Este deterioro del orden público ya se había manifestado en mayo de 1931 con la quema de iglesias y conventos, continuó con la sangrienta revolución de 1934 y culminó, tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, con una violencia política que provocó más de cuatrocientos muertos.
En la España de la Segunda República la excepcionalidad jurídica fue regla y la normalidad rareza
La consolidación de cualquier Estado democrático de derecho necesita, desde luego, un marco jurídico adecuado y el respeto a los principios que deben inspirarlo, pero también resulta imprescindible la imposición de las garantías de seguridad necesarias para la práctica pacífica de los derechos ciudadanos. Algo que, formalmente, solo pudo darse durante tres meses en todo el periodo republicano. El resto del tiempo España estuvo sometida a sucesivas declaraciones generales o parciales de los estados de guerra, alarma y prevención, de tal forma que la excepcionalidad jurídica fue regla y la normalidad rareza. En definitiva, el cúmulo de situaciones excepcionales, junto con la prolongada y constitucionalizada vigencia de la Ley de Defensa de la República, privaron a los ciudadanos, de iure y de facto, de sus derechos políticos más elementales.
Millares de víctimas de aquella violencia política descarnada y la desafección y deslealtad de muchos para los que la República solo era un instrumento de la revolución o de la secesión, alfombraron el descrédito de aquella constitución de 1931 y de su modelo político mitificado hoy por algunos.
Menospreciar la Transición
Por si fuera poco, al comenzar la Guerra Civil, aquel presunto Estado de derecho ya fracasado, que había tenido dieciocho gabinetes en cinco años, renunció por completo a cualquier traza de legitimidad cuando adoptó la decisión de entregar armas al pueblo y encomendar su defensa a unas milicias populares revolucionarias. Además, en semejante situación, los sucesivos gobiernos republicanos ni siquiera se molestaron en decretar el estado de guerra, manteniéndose el de alarma impuesto con motivo de la celebración de las elecciones de febrero de 1936. En cambio, sorprendentemente, ese estado de guerra se declaró casi al final de la contienda, el 19 de enero de 1939, posiblemente para justificar los excepcionales modos de gobierno republicanos, poco o nada ajustados a una legalidad democrática, o tal vez para obtener el reconocimiento jurídico internacional como beligerante en un conflicto armado de cara a la próxima rendición militar.
Por todo ello, menospreciar la legitimidad histórica y democrática de nuestra Transición política, de nuestra Monarquía y de nuestra Constitución de 1978, para buscar esa legitimidad en la añoranza de aquel sangriento y desastroso fracaso de la convivencia nacional que fue la Segunda República, se me antoja en estos momentos un verdadero despropósito con rasgos de esperpento.
- Juan C. Domínguez Nafría es Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad San Pablo CEU