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Antonio Pérez Henares
Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Ceriñola o Garellano: las batallas que hicieron leyenda a Gonzalo Fernández de Córdoba

Forjado en la fidelidad, la astucia y la pólvora, Gonzalo Fernández de Córdoba cambió para siempre el arte de la guerra. En las campañas italianas, el Gran Capitán convirtió a la infantería española en fuerza decisiva y arrasó el orgullo francés en Ceriñola y Garellano. Pero tras la gloria, le esperaban el destierro político y la leyenda

El Gran Capitán contemplando el cadáver del duque de Nemours tras la batalla de Ceriñola (1866)

El Gran Capitán contemplando el cadáver del duque de Nemours tras la batalla de Ceriñola (1866)

Gonzalo Fernández de Córdoba había vuelto a Italia para combatir al turco, saliendo desde Málaga con 60 velas, 8.000 infantes y varios cientos de a caballo, y para ponerse al frente de una Liga de la que formaban también parte Venecia, que había sido atacada por los otomanos, y Francia, que apenas envió algunas naves, pero que no dejaba de ser algo sorprendente. El Gran Capitán concluyó la misión con éxito y, tras hacer replegarse al enemigo y tomarle, tras un asedio, Cefalonia, se quedó ya en tierra italiana.

Fue entonces cuando el Papa Alejandro VI hizo público el acuerdo secreto que habían firmado el rey francés y el rey Fernando, por el cual se repartían Nápoles. El francés se quedaba con el título de rey y retomaba Gaeta, y los españoles la otra mitad y, como título, el ducado de Calabria. Aquello lo explicaba todo.

Los ejércitos de ambos países se apresuraron entonces a ocupar su parte, siendo los franceses los primeros en hacerlo con un ejército de 20.000 hombres, sin encontrar resistencia. Sí la encontró el Gran Capitán, que se topó en Tarento con que los franceses se negaban a entregarlo. La plaza estaba muy bien fortificada y era impensable asaltarla desde el mar. Los galos pensaron que con ello bastaría para que cejara en su empeño. Pero Fernández de Córdoba logró transportar por tierra 20 carabelas hasta la bahía interior del enclave y atacar desde allí la ciudad, que por ese lado carecía de defensas y que hubo de rendirse. Con ello se completaba el reparto, pero no fue sino el comienzo del estallido definitivo del conflicto.

Las tropas francesas, al mando del joven duque de Nemours, eran muy superiores en número a las españolas, y el rey Luis XII entendió que, si podía quedarse con todo, no iba a contentarse con la mitad y se lanzó a la conquista total del territorio.

La prudencia del Gran Capitán, habiendo hecho reforzar sus fortalezas y prepararlas para esa eventualidad, se mostró providencial, pues al inicio no les quedó otra que intentar resistir mientras les llegaban refuerzos. El final del año 1502 los encontró atrincherados en Barletta, en la costa adriática, con el general español rehusando la batalla frontal, a pesar del descontento de sus oficiales y soldados, pero hostigando al enemigo con incursiones rápidas y ataques a sus líneas de abastecimiento.

Monumento al desafío en Barletta

Monumento al desafío en Barletta

Durante aquellos días tuvo lugar el episodio conocido como el desafío de Barletta, que enfrentó a 13 caballeros franceses con 13 italianos. Principió la cosa en la captura de un noble francés por tropas castellanas y este, muy sobrado, reconoció el valor de los españoles, pero tachó de cobardes a los italianos. Los españoles defendieron la honra y la valía de sus aliados y propusieron un reto: trece a trece se enfrentarían unos con otros.

Así se pactó y se hizo, con el resultado de una total hecatombe gala. Un caballero francés resultó muerto, otros dos malheridos y el resto, rendidos. A la derrota completa se añadió el bochorno de que los franceses, seguros de salir victoriosos, no habían traído dinero, pues se había apostado a cien ducados por caballero, y no tenían con qué satisfacer la deuda. Se decidió que quedarían prisioneros y así se hizo, hasta que dejaron satisfechos los 1.300 ducados perdidos.

No iba a ser aquella sino la menor de sus derrotas y la más pequeña de sus pérdidas. Llegaron los refuerzos españoles y Gonzalo Fernández de Córdoba constató que, en su soberbia, los franceses seguían cometiendo errores y habían dispersado tropas. Salió de Barletta, inició el contraataque y tomó la ciudad de Ruvo di Puglia.

La batalla de Ceriñola, que iba a cambiar el concepto de la guerra, hacer de la infantería el arma decisiva y descubrir para la historia a un genio militar, estaba a punto de comenzar. Aunque durar, duró muy poco. La recrea el historiador Carlos José Hernández-Sánchez, biógrafo del Gran Capitán:

«El 28 de abril de 1503, las tropas francesas de Luis d’Armagnac, duque de Nemours, se enfrentaron con las tropas españolas e italianas de Fernández de Córdoba en la localidad de Ceriñola, en la región de Apulia. La ladera cubierta de viñedos estaba ocupada por las tropas del Gran Capitán en posición de combate: en el centro, los lansquenetes bávaros y la infantería española al mando de García de Paredes y Pizarro, padre del futuro conquistador del Perú; un poco más retrasados, en las alas, se encontraban los hombres de armas al mando de Próspero de Colonna y Diego Hurtado de Mendoza. Detrás, la artillería, con Pedro Navarro. Y en un extremo, a la retaguardia, la caballería ligera de Fabrizio Colonna y Pedro de Pas. En el centro de todo ese dispositivo táctico, sobre un pequeño promontorio, se situó Fernández de Córdoba, vestido con sus armas y la cara descubierta, para queja de sus allegados. Los hombres estaban sudorosos y cansados. La marcha por la ribera del río Ofanto había sido agotadora. Se disponían a descansar, pues el día estaba avanzado, y no parecía prudente comenzar la batalla al caer la tarde. El duque de Nemours no pensaba así. El orden de las tropas francesas era el siguiente: en vanguardia se colocaron los hombres de armas, al frente de los cuales se situó el propio Nemours, junto a D’Ars. Detrás, la infantería suiza y gascona al mando de Chandieu; en retaguardia, la caballería ligera comandada por Yves d’Allegre».

El duque de Nemours, confiado y presuntuoso, ordenó a su poderosa caballería que cargara de inmediato en bloque contra las líneas de infantes españoles y las destrozara. Estos aguantaron a pie firme, con las mechas preparadas. Y cuando parecía que iban a ser aplastados y aventados como paja, hicieron fuego y Francia se desplomó con sus caballos.

El fuego de los arcabuces, a tan solo unos metros, ordenado y por líneas que se superponían, manteniéndolo, acabó no solo con la caballería francesa, sino con una forma de hacer la guerra. En tan solo unos minutos había en el campo más de tres mil muertos entre franceses y suizos que luchaban con ellos. Tras el hundimiento de las tropas montadas, a la infantería no le quedó sino huir para no ser masacrada, que lo fue al ser alcanzada por la caballería al mando de los Colonna.

El triunfo español es aplastante; el desconcierto francés, absoluto. Los capitanes españoles celebran el triunfo en el campamento enemigo tomado. Solo el Gran Capitán está triste y se retira a su tienda. Pregunta por su joven enemigo, al que ha conocido en los protocolos anteriores al combate, y nadie le responde hasta que ve que algunos criados llevan ropas suyas que reconoce. Furioso, se hace llevar donde se encuentra el cadáver. Está desnudo; le han despojado de toda armadura y ropa. Solo una teja tapa sus partes pudendas. Ordena que lo cubran y lo lleven hasta su campamento, donde hace que recen un oficio de difuntos y, según cuenta el italiano Paolo Giovio, al vencedor se le saltan las lágrimas por aquel joven altivo y desgraciado.

La victoria coincide además con otra del ejército español, este al mando de Fernando de Andrade, que bate a los franceses de Bérault Stuart d’Aubigny en Seminara, y el Gran Capitán toma además las fortalezas de Castel Nuovo y Castell dell’Ovo. El resto de las tropas francesas se encastilla en Gaeta a la espera de refuerzos.

Que llegan. Porque la guerra no está acabada. Luis XII no se resigna y envía otro gran ejército con 30.000 soldados, de ellos 10.000 jinetes, contingentes suizos y el tren de artillería más impactante que se había visto nunca.

Batalla del Garellano

Batalla del Garellano

El Gran Capitán comprende que no puede tomar Gaeta y se repliega, a la defensiva, detrás del río Garellano, y, apoyándose en los castillos de Montecassino y Rocasecca, cierra el paso a los franceses hacia la capital napolitana.

Es otoño; le espera una larga, húmeda y fría campaña que se va a prolongar meses. Y Gonzalo Fernández de Córdoba espera, sabe esperar y aguanta, incluso las protestas de sus más cercanos, como Colonna, que le instan a atacar. Son meses en el barrizal, midiendo cada movimiento y atento a los de los enemigos. En contadas ocasiones atraviesa el río hacia el campo francés.

Espera y, de pronto, la noche del 27 de diciembre de 1503, a través de un puente de barcas, astuta y rápidamente tendido sobre el río, se lanza sobre un sorprendido ejército francés que no esperaba en absoluto tal cosa.

Como maniobra de distracción, Gonzalo había enviado a una tropa hacia el norte, al mando de Alviano, y otra hacia el sur, al mando de Andrade. En eso están fijos los ojos franceses cuando al frente del grueso de sus fuerzas atraviesa el río e irrumpe como un torrente en el campo enemigo. Pasa un momento de apuro al ser rechazado un primer embate de la caballería de Colonna y él tiene que dirigir personalmente la punta de lanza de la ofensiva, pero la llegada de la infantería desplegada hace que los franceses huyan en desbandada, dejando miles de muertos y gran parte de su artillería, a la que intentan retirar hacia Gaeta, pero que acaba en el fondo del río o en manos españolas.

El éxito es absoluto y el desaliento francés tan enorme que, al día siguiente, cuando las tropas españolas se disponen a asaltar las alturas de Monte Orlando, desde las que dominar la poderosa fortaleza de Gaeta, y antes de que comenzara a tronar el primer cañón, llega un mensajero francés de la plaza proponiendo la capitulación. La rendición resulta sorprendente. Gaeta contaba con numerosas tropas, potente artillería, víveres y la flota francesa fondeada en la bahía. Pero la desmoralización tras las dos derrotas hace que los franceses abandonen por entero Nápoles, que se convierte ya del todo en la llave para que España pudiera entrar, y con fuerza, en la alta política europea.

Gonzalo Fernández de Córdoba se convierte así en virrey de Nápoles, donde gobierna durante cuatro años y gozando además del calor y el cariño de las gentes. Eso no hace sino que los celos del rey Fernando aumenten. Pero la protección de la reina Isabel sobre el Gran Capitán le impide tomar cualquier medida contra él.

Será solo a su muerte, en el año 1504, cuando, sin tan poderosa valedora, la suerte del Gran Capitán cambie. Primero es un nuevo tratado, el de Blois, con el rey francés, al que le devuelve parte de lo que el ahora virrey había conquistado. Después llega la puntilla a las cosas de Gonzalo. El rey viudo se casa con Germana de Foix y visita Nápoles en 1506. El Gran Capitán organiza un espléndido y entregado recibimiento, pero el rey Fernando se pone aún más celoso al comprobar que el cariño del pueblo es ante todo para el otro. Su cese fulminante en el cargo de virrey se consuma de inmediato.

Melancólico y dolido, Gonzalo Fernández de Córdoba regresa a España. La hija de los Reyes Católicos, Juana, como reina de Castilla, le concede la tenencia de la fortaleza de Loja, donde un día hiciera preso a Boabdil, y allí se instala el 15 de julio de 1508.

Retrato del Gran Capitán en un manuscrito de Nicolo Nelli (1568)

Retrato del Gran Capitán en un manuscrito de Nicolo Nelli (1568)

De su mano, Loja se convierte en un observatorio de la política nacional y de la internacional, a la que acuden muchos notables y gentes de artes y letras, pues el militar se ha empapado en Italia de las corrientes renacentistas. En Italia se le añora, sobre todo cuando las tropas españolas en el norte son derrotadas en Rávena, aunque las francesas pierden de nuevo a su general, el conde de Foix, y no pueden explotar apenas el triunfo. La alianza entre España, el Papado —ahora en manos de Julio II tras la muerte de Alejandro VI— y Venecia quiere ofrecerle el mando, pero la obstinada animadversión de Fernando el Católico lo malogra.

En esos años finales, vividos en Loja, mantuvo una importante correspondencia con el cardenal Cisneros y otros grandes del reino y contó a su lado como secretario con quien luego sería gran cronista de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo. En el año 1515, enfermo ya de gravedad —padecía malaria—, marcha a Granada. Allí, el 30 de noviembre, permite que en su testamento se le coloque el título de Gran Capitán, a lo que se había negado, y dispone que su cuerpo se entierre en el monasterio de los Jerónimos.

Fallece a los dos días y de inmediato su leyenda no hace sino crecer, pues de ello se encargarían las más geniales plumas del Siglo de Oro español y de toda Europa, encabezadas por Lope de Vega, que escribe las famosas Cuentas del Gran Capitán, donde aparece su tan mentada y literaria respuesta dada al rey Fernando cuando este supuestamente le exigió —hay quienes afirman que es otra malévola leyenda contra el rey Católico— por segunda vez cuentas de sus campañas italianas en su visita a Nápoles. Cuentas que, más allá de la literatura, él sí presentó de forma detallada y que se conservan en el Archivo General de Simancas, donde se demostraba que las maledicencias sobre sus supuestas apropiaciones de bienes eran totalmente falsas.

Pero quedan las «otras», las de Lope en su boca, mucho más lucidas y que son todavía hoy motivo de regocijo: «Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados».

El Gran Capitán ante el Papa Alejandro VI arrastrando al derrotado Menaldo Guerra. Obra de Zacarías González Velázquez

El Gran Capitán ante el Papa Alejandro VI arrastrando al derrotado Menaldo Guerra. Obra de Zacarías González Velázquez

Sus restos reposaron en la cripta de los Jerónimos, junto a los de su esposa y a 700 trofeos de guerra, hasta el año 1810, cuando la furia de las tropas napoleónicas, en miserable venganza por las derrotas que siempre les infligió en el campo de batalla, profanó su tumba y sus restos y quemó las 700 banderas. Sebastiani, el general que las mandaba, en su huida de España en 1812, se llevó su calavera y su espada de gala, objetos que aún hoy permanecen en paradero desconocido. Lo que queda de sus restos sigue hoy todavía en aquel panteón granadino. Sus enseñanzas sobre el arte de la guerra siguen hoy siendo motivo de estudio en las academias militares de todo el mundo.

Su aportación a la estrategia militar

  • Manejo combinado de infantería, caballería y artillería, aprovechando el apoyo naval.

  • Revolución de la técnica militar, dotando a la infantería del mayor protagonismo, que desembocó en los formidables tercios, compuestos cada uno por dos coronelías de 6.000 infantes cada una, 800 hombres de armas, 800 caballos ligeros y 22 cañones. Dobló la proporción de arcabuceros, uno por cada cinco infantes, y armó con espadas cortas y lanzas arrojadizas a dos infantes de cada cinco, encargados de deslizarse entre las largas picas de los batallones de esguízaros suizos y lansquenetes y herir al adversario en el vientre.

  • La caballería adquirió un nuevo papel, basado en la destrucción y persecución del enemigo «roto», más que el que tenía anteriormente de «romperlo». Con ello perdió el papel de reina de las batallas que había tenido durante toda la Edad Media.

  • Puso en práctica la táctica de escalonamiento de las tropas en tres líneas sucesivas, para disponer de una reserva y una posibilidad suplementaria de maniobra.

  • Mejoró las marchas de las columnas fraccionando los batallones en compañías, cada una de las cuales se colocaba a la altura y a la derecha de la que le precedía, con lo que, en caso de ataque, se conseguía fácilmente ponerse en formación de combate.
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