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El Gran Capitán recorriendo el campo de la batalla de Ceriñola, por Federico de Madrazo

El Gran Capitán recorriendo el campo de la batalla de Ceriñola, por Federico de Madrazo

Cómo una victoria del Gran Capitán dio origen a una tradición militar aún presente en los ejércitos del mundo

El Gran Capitán instauró una nueva ordenanza en sus ejércitos: tres «toques largos» de caja de guerra al atardecer. Estos toques no eran solo para sus caídos, sino para todos los caídos en combate, incluidos los enemigos

Corría finales de abril de 1503, y la planicie italiana de Ceriñola se convertiría en el telón de fondo de una de las gestas más recordadas de la milicia española. El Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, al frente de unas huestes mermadas y en clara inferioridad numérica, se disponía a enfrentar al imponente ejército francés, liderado por el duque de Nemours.

El estratega español dispuso sus tropas con maestría. A un flanco, la experimentada infantería bajo el mando de Pizarro (padre del futuro conquistador del Perú); en el centro, un compacto cuadro de picas alemanas; y, al otro extremo, la caballería pesada encabezada por el célebre Diego García de Paredes, el «Sansón de Extremadura». Delante de esta formación, caballería ligera y cuatro decisivas piezas de artillería aguardaban la embestida.

«¡Esas son las luminarias de la victoria!»

El choque inicial fue dramático. Mientras la caballería pesada francesa cargaba, la artillería española replicaba con furia. En un momento de tensión crucial, el polvorín hispano explotó. Ante la perplejidad y el temor que cundía entre sus hombres, el Gran Capitán demostró su temple, arengándolos con una frase que pasó a la historia: «¡Ánimo, compañeros, esas son las luminarias de la victoria!»

Un segundo ataque al flanco de la caballería gala fue repelido, pero el duque de Nemours, confiado en su superioridad numérica, lanzó una nueva y poderosa ofensiva con su caballería pesada. Fue entonces cuando los arcabuceros españoles, veteranos en el tiro rápido, entraron en acción, sembrando la muerte en las filas enemigas. El propio duque de Nemours cayó abatido.

El mando francés fue asumido por el suizo Chandieu, quien intentó flanquear a los españoles y atacar el núcleo de piqueros alemanes. La resistencia teutona fue feroz, combinada con el castigo constante de los arcabuceros. Chandieu también murió en el asalto, y, con la pérdida de sus líderes, las tropas francesas iniciaron una desorganizada retirada. El Gran Capitán, aprovechando el desconcierto, ordenó un ataque general que diezmó y dispersó al ejército galo. La victoria era total.

Un banquete interrumpido: honor al enemigo caído

La celebración española, sin embargo, tomó un giro inesperado. Durante un banquete cerca del campo de batalla, don Gonzalo se fijó en las ricas ropas de su paje Vargas, preguntándole por su origen. Vargas confesó que, tras derribar a un caballero herido, lo reconoció como el duque de Nemours, lo remató y lo desvistió, considerando la vestidura un valioso botín.

La reacción del Gran Capitán fue un ejemplo de honor militar y piedad. Suspendió la cena, ordenó que vistieran al duque con sus mejores galas y, con solemne silencio, lo condujeron al campamento para rendirle honores. Don Gonzalo, de su propio bolsillo, costeó las honras fúnebres. Tras contactar a los franceses, el cuerpo fue entregado en un ataúd forrado de terciopelo negro, a hombros de capitanes españoles y escoltado por cien lanzas a caballo.

Pero el respeto no terminó ahí. El capitán general pagó medio real a los habitantes de la región por enterrar a cada uno de los más de cuatro mil caídos franceses, una labor en la que se afanaron los lugareños. También concedió a los vencidos dos barcos, apresados en las costas de Nápoles, para facilitar su regreso por mar a Francia.

La semilla del toque de oración

La magnitud de la derrota francesa y la caballerosidad del vencedor no pasaron desapercibidas. El rey Luis XII de Francia dejó constancia en sus Crónicas: «No tengo por afrenta ser vencido por el Gran Capitán de España, porque merece que le dé Dios aun lo que no fuese suyo, porque nunca se ha visto ni oído capitán a quien la victoria haga más humilde y piadoso».

Pero el rey Fernando el Católico recriminó a don Gonzalo el regalo de las naves. La religiosa respuesta del Gran Capitán fue una lección de misericordia: «Si nuestras fueran, se las diéramos; a Dios le gusta más usar de la Misericordia que de la Justicia. Imitémosle en ello, ya que nos ha dado la victoria».

Tiempo después, y meditando sobre los sucesos de Ceriñola, el Gran Capitán instauró una nueva ordenanza en sus ejércitos: tres «toques largos» de caja de guerra al atardecer. Estos toques no eran solo para sus caídos, sino para todos los caídos en combate, incluidos los enemigos. Se inspiró en el toque de oración de la Iglesia al anochecer, dedicado a las almas de los difuntos.

Esta tradición, nacida del honor y la piedad tras la batalla de Ceriñola, se extendió por los ejércitos españoles y, posteriormente, fue adoptada por otras milicias occidentales, perdurando hasta el día de hoy como el solemne recuerdo a todos los que han dado su vida en el campo de batalla.

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