Funeral de Winston Churchill en 1965
«Quiero muchos soldados y bandas»: así fue el funeral de Churchill, el líder que definió el siglo XX
El 30 de enero de 1965, la Familia Real, 120 delegaciones extranjeras y miles de ciudadanos rindieron un último homenaje al gran estadista
«Quiero que haya muchos soldados y bandas». El deseo de sir Winston Churchill, fallecido el 24 de enero de 1965, hace sesenta años, para su última despedida fue satisfecho. Y con rango de Funeral de Estado, por expreso deseo de Isabel II. Un honor que el Reino Unido reservó anteriormente –con la excepción de los monarcas– al duque de Wellington en 1852 y al estadista liberal William Gladstone 46 años más tarde.
Una ceremonia de semejantes características ha de ceñirse a un protocolo estricto: según lo establecido, la capilla ardiente en Westminster Hall estuvo abierta durante tres días, del 27 al 30 de enero. Por el lugar desfilaron alrededor de 320.000 personas, más de 100.000 diarias. Sin embargo, las operaciones comenzaron a las 21.15 horas del 26, cuando el féretro de Churchill —envuelto en una bandera británica sobre la que reposaba un cojín aterciopelado con el collar de la Orden de la Jarretera— fue trasladado desde su domicilio londinense sito en el número 28 del Hyde Park Gate.
Este primer cortejo estuvo encabezado por el barón Cobbold, lord chambelán, es decir, jefe de la Casa de la Reina, acompañado por miembros de la familia Churchill. Ya dentro de Westmisnter Hall, el féretro fue colocado en presencia de la viuda del mandatario, lady Churchill. Inmediatamente después, un destacamento de los Grenadier Guards —primer regimiento de infantería del Reino Unido— y otro de los Coldstream Guards montaron la primera guardia. En los días siguientes, aportaron su concurso a la tarea protocolaria representantes de unidades de la Royal Navy, de la Royal Air Force y unos cuantos regimientos del Ejército de Tierra.
Entre estos últimos, sobresalieron los tres más vinculados a Churchill: el Queen’s Royal Irish Hussars, el 17th/21st Lancers y el Royal Scots Fusiliers. Como recuerda Geoffrey Wheatcroft en Churchill’s shadow, «el primero de ellos era el sucesor del 4th Queen’s Own Hussars, con el que el joven Winston había servido a la reina emperatriz Victoria en Bangalore setenta años antes; el segundo, del 21st Lancers, con el que había participado en una carga en Omdurman en 1898». «Después —prosigue Wheatcroft— durante la Gran Guerra [la de 1914-1918], había abandonado involuntariamente el Gobierno y Londres tras la debacle de Gallipoli, y pasó tres meses a principios de 1916 al mando de un batallón de los Royal Scots Fusiliers en el Frente Occidental».
Esto era solo una parte del deseo del finado de que hubiera «muchos soldados y bandas». La otra se cumplió el 30 de enero, día de las exequias: el funeral comenzó con las campanadas del Big Ben que a, partir de ese momento, permaneció en silencio. A continuación, se disparó una salva de noventa cañonazos en Hyde Park para conmemorar los noventa años de vida de Churchill.
Mientras, en Westminster Hall, el féretro fue sacado del salón por un grupo de ocho soldados del segundo batallón de los Grenadier Guards, y colocado sobre un armón de artillería. El cortejo comenzó con un toque de tambores de la Royal Navy antes de ser encabezado por tropas de la Royal Air Force y del resto de regimientos de Guards. El armón en sí fue tirado por 98 marineros, con otros 40 de apoyo que sostenían cuerdas de arrastre.
Así circuló el cortejo desde Westminster Hall por Whitehall, Trafalgar Square, el Strand, Fleet Street, entre otras arterias londinenses en un día frío y brumoso hasta llegar a la catedral de San Pablo. Allí prosiguió la exhibición de uniformología, pero por parte de la realeza de medio mundo: Isabel II, el Duque de Edimburgo en atuendo de almirante de la Flota, la Reina Madre, el joven Príncipe de Gales -hoy Carlos III- y el resto de las ramas colaterales de la Familia Real británica al completo, con sus varones luciendo sus correspondientes uniformes, en caso de que tuvieran derecho a hacerlo.
No era el caso de todos. La presencia de la Reina no era baladí, pues no suele acudir a funerales de personas no pertenecientes a su familia. La Reina Victoria, no asistió a los funerales de Estado de Wellington y Gladstone. Aunque sí existe un precedente: Jorge V sí presidió las exequias —no de Estado— del mariscal Roberts. Era noviembre de 1914 y el Reino Unido ya estaba implicado de lleno en la Gran Guerra. Despedir públicamente a un héroe podía levantar el ánimo de la nación entera.
No había guerra abierta en enero de 1965, solo una guerra fría. Sin embargo, apenas habían transcurrido veinte años desde el final del mayor conflicto que hasta entonces, que se saldó por una victoria de la civilización en la que la contribución de Churchill fue decisiva. Por eso estaban los gobernantes de los países que le debían, por lo menos en parte, su liberación a Churchill: los reyes de los Belgas (Balduino), de Noruega (Olav V), de Dinamarca (Federico X) y de Grecia (Constantino II), la Reina de los Países Bajos (Juliana) y el Príncipe Bernardo, el Gran Duque de Luxemburgo (Juan) y el presidente de Francia —las relaciones entre Churchill y Charles de Gaulle atravesaron por fases de turbulencia, pero la admiración que se profesaban el uno al otro terminó prevaleciendo—.
Todos ellos de gran uniforme. Al igual que los representantes de países neutrales —el Príncipe Bertil de Suecia— o rivales, como el mariscal soviético Ivan Koniev, que acompañaba a un oscuro viceprimer ministro.
Mas la baja representación soviética no causó tanto estupor como la norteamericana, encabezada por el presidente de la Corte Suprema, Earl Warren. El presidente de Estados Unidos, Lyndon Johnson se recuperaba en aquel momento de una intervención quirúrgica y más tarde se arrepintió de no haber enviado a su vicepresidente Hubert Humphrey. Sí que estuvo, aunque de paisano, Dwight Eisenhower que durante el servicio litúrgico rindió homenaje a su antiguo aliado: «sin pensar en el tiempo que se le permitiera permanecer en la tierra, solo le preocupaba la calidad del servicio que podría prestar a su nación y a la humanidad. Aunque no temía a la muerte, siempre ansiaba la oportunidad de continuar ese servicio. Entre todas las cosas escritas o dichas, resonará a lo largo del siglo entero un estribillo incontestable: He aquí un campeón de la libertad».
Con todo, el «campeón de la libertad» sentía cierta indiferencia —que no hostilidad— hacia el hecho religioso. De ahí la brevedad de una ceremonia en la que dio tiempo a escuchar música litúrgica de gran calidad y el norteamericano Himno de batalla de la República-Gloria, gloria, Aleluya, una referencia a la nacionalidad de su madre, Jenny Jerome.
Churchill también había acumulado notables y duraderas enemistades a lo largo de su trayectoria. Una de ellas, la del irlandés Eamon De Valera, que en 1965 seguía presidiendo su país: delegó su representación en un ministro. Otra fue la de la India, cuya independencia nunca aceptó del todo. El desprecio entere Churchill y los líderes del nacionalismo hindú era recíproco: la delegación enviada desde Nueva Delhi fue, por lo tanto, discreta.
Al salir de San Pablo, el ataúd de Churchill fue llevado a la Torre de Londres, desde donde embarcó en la lancha Havengore, encargado de transportarlo por el Támesis hasta la estación de Waterloo: los estibadores allí presentes bajaron sus grúas en señal de respeto. En la estación ferroviaria de Waterloo terminó la vertiente pública de un más que merecido homenaje.