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Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Gutierre de Cetina, el poeta que murió por amor en el Nuevo Mundo y venció al tiempo con un verso

Fue allí su morir, en Puebla de los Ángeles, entonces Nueva España, México hoy, de la más galante y trágica manera que mejor podía cuadrar a su peripecia vital

Gutierre de Cetina en el 'Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones'

Gutierre de Cetina es hoy un poema, un madrigal, unos ojos claros, serenos, que han traspasado los siglos. Figura, y con razón, en todas las antologías poéticas, incluso en las más selectas, exquisitas y reducidas a una decena de nombres de la lírica amorosa en lengua española. Y poco más se sabe, y tampoco mucho más se conoce de él. Su famoso madrigal parece haber reducido toda su otra obra, y hasta su propia vida, a nada más que él.

Sin embargo, de ambas cosas hay mucho que contar. Fue poeta, claro está, y humanista también. Un prototipo renacentista nacido en la espléndida Sevilla del siglo XVI, que vivió intensamente su tiempo, en el que no faltó la aventura, el desempeño como soldado, la participación en hechos memorables y donde no podía faltar Italia ni concluir donde concluyó: en el Nuevo Mundo. Y fue allí su morir, en Puebla de los Ángeles, entonces Nueva España, México hoy, de la más galante y trágica manera que mejor podía cuadrar a su peripecia vital: a manos de un rival, por causa de una dama casada a la que requebraban ambos.

La fecha de su nacimiento en la capital hispalense sigue siendo una incógnita, entre 1514 y 1517, en plena efervescencia descubridora no solo del Nuevo Mundo, sino de lo que a ello siguió e iba a seguir: descubrimientos del Pacífico, del paso por mar, Magallanes, hacia él, y la vuelta al mundo, Elcano, que iba a convertir a Sevilla en epicentro mundial.

Nació en el seno de una familia hidalga. Su padre, Beltrán de Cetina y Alcocer, natural de Alcalá de Henares, se había trasladado joven a Sevilla, y los nuevos tiempos le habían ido muy bien, aumentando su riqueza y poder. Resulta evidente que Gutierre recibió una educación notable, tal vez en Valladolid, y que su gusto y afición por la lectura y la escritura fue patente desde su más temprana juventud.

Hay constancia de su llegada a la corte del emperador Carlos V y de sus buenas relaciones con algunos de los prohombres del momento más cercanos a él, particularmente los relacionados con los intereses, actividades, guerras, diplomacias y conspiraciones en aquella efervescente península.

Un tablero, aquel Mediterráneo, en el que jugaban multitud de actores: sus poderosas repúblicas —Venecia, Génova, Florencia—, el papado y Roma, el rey francés y los imperios: los Habsburgo españoles y el de los turcos otomanos, en una continua batalla de hegemonía y poder, donde las alianzas cambiaban día sí, día también. Contaba la religión, pero los intereses particulares y nacionales no se quedaban atrás. Francia se inclinaba por el turco para enfrentar a España. Venecia y Florencia jugaban a pactar por su cuenta. Roma, tras aliarse con ellos y los franceses contra España, llegó a ser asaltada y sometida a un terrible saqueo por el ejército imperial.

Pero era también la Italia del Renacimiento, de la resurrección del goce de vivir, de las artes, las letras, de los grandes poetas, escultores y pintores. Era el sitio donde quería estar y donde recaló en cuanto pudo, aunque sus hermanos, al amparo de su tío Gonzalo López, contador general en la Nueva España, se habían instalado allí, y él anduvo también un año por aquellos pagos.

Italia era el momento y lugar en el que encajó a la perfección. Devoto de Petrarca y no menos de Garcilaso, fue gran amigo de Diego Hurtado de Mendoza, embajador precisamente en Venecia y, después, en Roma, de parecido talante, gusto y aficiones, tanto literarias como mundanas. Gozó de la protección y cercanía tanto del virrey español de la Lombardía, el marqués del Vasto, como del de Sicilia, Ferrante Gonzaga, así como del príncipe de Ascoli, Antonio de Leyva, y del almirante Andrea Doria.

Tuvo el cargo de contador en la Armada y participó de manera activa en todo ello, ganándose muy pronto un gran renombre en los salones, pero también en otras facetas, donde su saber estar y hacer diplomático y político le granjearon mucha estima, aunque tampoco lo dejaron falto de enemigos.

Tampoco se hurtó de participar en operaciones bélicas, y estuvo presente en algunos de los combates navales clave de aquella pugna hispano-otomana por el control del Mediterráneo, en un momento en que la ventaja caía del lado turco, con los corsarios Barbarroja y Dragut convertidos en almirantes otomanos, señoreando los mares y aterrando las costas cristianas.

Barbarroja derrota a la Liga Santa de Carlos V al mando de Andrea Doria en la batalla de Preveza (1538)

Durante su larga estancia en tierras italianas se sucedieron hechos militares como la derrota naval de la Liga Católica en Preveza ante las galeras turcomanas (1538), pero fue testigo directo de la victoria y prisión de Dragut en Girolata (1540), al lado del sobrino de Doria, Giannettino, que mandó aquella jornada las naves cristianas. Dragut fue rescatado, tras estar preso y como galeote, cuatro años después por el propio Barbarroja, por tres mil ducados.

Tras la muerte de este, se convertiría en el almirante de la flota turca y en la peor pesadilla cristiana hasta su fallecimiento en su fallido intento de tomar Malta, ya muchos años después (1565), en los prolegómenos de la gran victoria de Lepanto.

Pero eso ya no llegaría a verlo Cetina, sino una serie de desastres, aunque alguno tan épico y heroico como el del sitio y defensa de Castelnuovo (1539), en el actual Montenegro, que se convirtió en un símbolo y motivo de orgullo por el heroísmo demostrado y las tremendas bajas infligidas a los turcos por los 3.000 soldados de los Tercios españoles al mando del maestre Francisco de Sarmiento. Se enfrentaron a 200 naves y 50.000 combatientes turcos y persas, entre los que se encontraban 4.000 jenízaros, la tropa de élite del Imperio otomano.

Barbarroja ofreció una honrosa rendición y salida con sus armas, pero se negaron y lucharon hasta el final, causando al enemigo más de 20.000 bajas, entre ellos la casi totalidad de los jenízaros. En un contraataque llegaron a la tienda del almirante otomano, que hubo de ponerse a salvo en una galera. Sarmiento y algunos de sus capitanes, entre ellos el bravo Machín de Mungía, apresados aún con vida, fueron decapitados por el propio Barbarroja, furioso por el desprecio de este último cuando le ofreció toda suerte de honores si se pasaba a su lado y se convertía al islam.

El poema de Cetina en honor a los caídos, titulado A los huesos de los españoles muertos en Castelnuovo, se convirtió en un himno cuya copia pasaba de mano en mano tanto en los fuegos de los campamentos como en los salones cortesanos.

Grabado de Castelnuovo y las Bocas de KotorCreative Commons

Los pocos supervivientes fueron convertidos en esclavos, pero seis años después, una veintena que aún seguía con vida protagonizó una increíble gesta. Lograron huir de la fortaleza y palacio de Beşiktaş, residencia de Barbarroja, donde estaban presos, apoderándose de la galeota que iba a trasladar a su hijo y heredero, Hasán, a Argel, donde había sido nombrado gobernador. Burlando a toda la flota turca, lograron llegar al golfo de Mesina y desembarcar en tierra cristiana el 22 de junio de 1545.

Cetina participó, tras la caída de Castelnuovo, en la operación con la que Carlos V intentó asestar un golpe a los corsarios atacando su gran madriguera, Argel, y tomarla, como había logrado hacer casi una década atrás con Túnez, que fue ocupada por tropas españolas tras la victoria de Andrea Doria y el asalto final de la infantería. Pero esta vez, la Jornada de Argel (1541) fue un fiasco.

Aunque se armó una gran flota en la que iba hasta un ilustre conquistador, el mismísimo y ya maduro Hernán Cortés, la época elegida fue mala, con tempestades que azotaban de continuo las naves, desorden en el desembarco y falta de avituallamiento. El emperador hubo de dar orden de retirada sin conseguir nada y perdiendo un buen número de hombres y barcos.

Gutierre permaneció en Italia hasta el año 1548, en que volvió a España y, desde allí, partió hacia las Indias, estableciéndose al amparo de su familia en la Nueva España y fijando residencia en la ciudad de Puebla. Su influjo intelectual se hizo notar muy pronto en el virreinato, siendo el introductor de los nuevos pálpitos poéticos en el Nuevo Mundo y convirtiéndose en el más representativo —y representado— en el cancionero novohispano Flores de Baria Poesía, recopilado en México en 1577.

Fue allí, en el año 1554, donde la muerte le vino a buscar. Sus requiebros enamorados a una dama casada, Leonor de Osma, fueron el origen de la desgracia. No fue, sin embargo, el marido el causante, sino otro rival celoso: Hernando de Nava, hijo del conquistador español y regidor de la ciudad, Bartolomé Hernández de Nava.

Dice una de las versiones que esbirros pagados por su rival arremetieron contra él cuando se encontraba bajo la ventana de su amada. Dice otra que, en efecto, fue a Cetina a quien hirieron, y por encargo del joven Nava, pero que fue un error, pues a quien pretendían matar era a un tal Peralta, que le acompañaba en aquel paseo y era quien galanteaba —y no él— a la dama. Y que Hernando era, además y por contra, amigo del hijo del regidor.

En cualquier caso, sufrió graves heridas en la cara y, aunque sobrevivió unos días, la mala atención médica que se le dispensó no le permitió salvar la vida. Descubierto el complot, y aunque Hernando de Nava, disfrazado de fraile, se escondió en un convento, a la postre fue detenido, juzgado y pagó con su vida la muerte de Gutierre. Dada la trayectoria de Cetina en tales cometidos y sus precedentes italianos, uno se inclina más bien por la primera opción.

Cetina fue, ante todo y sobre todo —y aunque se le conocen algunas composiciones en prosa e incluso una obra teatral que cosechó gran éxito en Sevilla—, un poeta, y es en el madrigal y en el soneto donde alcanzó su máximo nivel. Cultivó también el arte epistolar, algo en lo que acompañó y con lo que conversó, de tal modo, con Hurtado de Mendoza —considerado ahora como muy probable autor del Lazarillo—. A don Diego dirigió una larga epístola y se unió a aquellos carteos que este, a su vez, mantuvo con Garcilaso y Boscán. Pero fueron sus versos, y en concreto sus madrigales —y entre ellos el famosísimo de los ojos claros de su gran amor— los que lo han hecho inmortal.

Laura Gonzaga

Pero, ¿quién era la dama de los ojos claros?

Pues sí sabemos quién fue: la muy reconocida y bellísima destinataria del famoso poema de Cetina era la joven condesa Laura Gonzaga. Y no fue aquel madrigal la única composición dedicada a ella, sino una entre bastantes más. Es más, según la afilada lengua del embajador Mendoza, no pareciera que molestaran —sino bien al contrario— a la dama, a pesar de estar prometida con un noble italiano, marqués de Borgomaincro y conde de Porlezza. Vamos, que mirarlo, al menos, lo miraba:

Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!

Pero no fueron entonces aquellos los versos más repetidos de Cetina, sino el soneto titulado A los huesos de los españoles muertos en Castelnuovo, que fue en su tiempo más apreciado y que glosaba la heroicidad de Sarmiento y sus hombres. Perdura hasta hoy en el imaginario de las aguerridas compañías de aquellos fieros y letales soldados de los Tercios españoles:

Héroes gloriosos, pues el cielo
os dio más parte que os negó la tierra,
bien es que por trofeo de tanta guerra
se muestren vuestros huesos por el suelo.

Si justo es desear, si honesto celo
en valeroso corazón se encierra,
ya me parece ver, o que sea tierra
por vos la Hesperia nuestra, o se alce a vuelo.

No por vengaros, no, que no dejastes
a los vivos gozar de tanta gloria,
que envuelta en vuestra sangre la llevastes;

Sino para probar que la memoria
de la dichosa muerte que alcanzastes,
se debe envidiar más que la victoria.