En las Abdicaciones de Bayona, Carlos IV y Fernando VII aceptaron dinero y tierras a cambio de ceder España a los franceses
El rey que se rindió a Napoleón y celebró la derrota de España mientras el país moría por él
Lo llamaron «El Deseado» con ese fervor ingenuo y quijotesco tan español, pero la historia, que es un juez implacable y no entiende de lisonjas cortesanas, terminó por rebautizarlo con el único apelativo que le hacía justicia: «El Felón»
En la larga y compleja lista de monarcas que han ceñido la corona española, hay figuras que emanan luz, otras proyectan sombras y luego, en una categoría desdichada y exclusiva, está Fernando VII. Pocas veces un pueblo ha depositado tantas esperanzas en un hombre y pocas veces —por no decir ninguna— se ha visto tan cruelmente defraudado.
Para el lector amante de la historia y la tradición, acercarse a la biografía de Fernando VII supone un trago amargo. No porque ponga en duda la validez de la Monarquía, sino porque confirma el viejo adagio latino: Corruptio optimi pessima («la corrupción de lo mejor es lo peor»). Fernando VII no solo fue un mal rey; fue un mal hijo, un mal esposo, un mal cristiano y, sobre todo, un pésimo español. Su reinado (1808-1833) es el agujero negro por el que se desaguó el Imperio y donde se sembraron las semillas del cainismo que perseguiría al país durante los siglos XIX y XX.
Un príncipe que conspiraba contra su sangre
La vileza de Fernando no surgió con el poder; venía de fábrica. Ya desde su juventud en la Corte, rodeado de una camarilla de aduladores y clérigos de dudosa espiritualidad, el Príncipe de Asturias dedicó sus energías a odiar. Odiaba a Manuel Godoy, el valido de sus padres, con una inquina visceral. Pero lo grave es que ese odio se extendía a sus propios progenitores, Carlos IV y María Luisa de Parma.
El episodio de la Conspiración de El Escorial (1807) retrata su catadura moral. Fue descubierto complotando para destronar a su padre. ¿Y qué hizo el futuro «Deseado» cuando lo pillaron con las manos en la masa? ¿Mantuvo la dignidad? En absoluto. Se arrastró, lloró, pidió perdón y delató a todos sus cómplices para salvar su propio pellejo.
Fue un anticipo de su modus operandi: cobardía ante el fuerte y crueldad ante el débil. Meses después, el Motín de Aranjuez le daría el trono, no por mérito, sino cabalgando sobre la ira popular manipulada contra su padre. Faltar al cuarto mandamiento —honrarás a tu padre y a tu madre— fue su primer acto de gobierno.
La jaula de oro y las cartas a Napoleón
Si hay un momento en la historia de España que hace hervir la sangre de cualquier patriota, es el de las Abdicaciones de Bayona. Mientras el pueblo de Madrid, ese pueblo bajo, de navaja y rosario, se hacía matar el Dos de Mayo contra los franceses en la Puerta del Sol, su rey estaba en Francia vendiendo la Corona a Napoleón.
La defensa del parque de Monteleón durante el Levantamiento del 2 de mayo en Madrid. Óleo de Joaquín Sorolla
Pero lo más doloroso no es la abdicación en sí —fruto de la coacción—, sino la actitud. Mientras España se desangraba en la Guerra de la Independencia, defendiendo el nombre de Fernando como si fuera un talismán sagrado, él vivía un exilio dorado en el castillo de Valençay. Y no solo vivía bien: felicitaba por carta a Napoleón cada vez que los franceses derrotaban a los ejércitos españoles. «Mi gran deseo es ser hijo adoptivo de Su Majestad Imperial», llegó a escribirle al Corso.
Organizó fiestas con fuegos artificiales para celebrar las victorias enemigas, mientras los curas de pueblo y los guerrilleros morían gritando su nombre. Nunca en la historia universal ha habido un caso de ingratitud y traición semejante de un soberano hacia sus súbditos.
El retorno y la farsa constitucional
Cuando Napoleón cayó y Fernando regresó en 1814, España era un solar humeante, pero orgulloso. Los liberales de Cádiz, con toda su carga ideológica, a veces extranjerizante, habían preservado la soberanía nacional. Le ofrecieron una Constitución, «La Pepa». Fernando, apoyado por el «Manifiesto de los Persas» y por un pueblo que gritaba aquello tan castizo y trágico de «¡Vivan las cadenas!», derogó todo de un plumazo.
Hasta ahí, un conservador podría argumentar que restauraba el orden tradicional. El problema es que Fernando no restauró la monarquía tradicional hispánica, con sus fueros y sus límites morales; restauró su capricho personal. Instauró un absolutismo errático, vengativo y mediocre. Y cuando en 1820 el general Riego se sublevó, el rey protagonizó la madre de todas las frases cínicas de nuestra historia política: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».
Mentía, por supuesto. Mientras juraba la Constitución, enviaba cartas secretas a la Santa Alianza pidiendo que un ejército extranjero invadiera España para salvarle. Y así llegaron los Cien Mil Hijos de San Luis. Ver a un rey de España mendigando a los franceses que invadan de nuevo su suelo, apenas unos años después de la Guerra de la Independencia, produce sonrojo.
'Fernando VII', obra de Vicente López Portaña
Entre sábanas y chascarrillos: el perfil grotesco
Para entender al personaje, hay que mirar también por la cerradura de su alcoba. Fernando VII era un hombre de una vulgaridad pasmosa. Feo, de rostro abotargado y mirada huidiza, gustaba de escaparse por las noches de Madrid con su compadre, el duque de Alagón, buscando aventuras entre mesones y burdeles, lejos de la etiqueta y la majestad que su cargo requería. Su vida íntima estuvo marcada por una anomalía física: la macrosomía genital.
Las crónicas de la época, con un pudor que apenas disimulaba el horror, y los informes de los embajadores franceses, detallan que el rey poseía un miembro viril de dimensiones tan desproporcionadas que hacía imposible la consumación del matrimonio sin causar graves daños a sus esposas. Hubo que fabricar almohadones especiales con agujeros para que la concepción fuera físicamente posible. Esta anécdota, que podría parecer de revista satírica, tuvo consecuencias de Estado: la dificultad para engendrar un heredero condicionó toda la política del siglo XIX.
La traición final: el legado de la guerra civil
Pero la mayor traición de Fernando VII, la que terminaría de arruinar el siglo, la reservó para su lecho de muerte. Durante todo su reinado, la esperanza de los sectores más tradicionales y católicos —aquellos que se sentían estafados por la deriva errática del rey— estaba puesta en su hermano, el infante don Carlos María Isidro. Carlos era un hombre piadoso, serio y firme en sus principios. Según la Ley Sálica vigente, traída por los Borbones, él era el heredero.
Sin embargo, al final de su vida, tras casarse con su sobrina María Cristina (otra pieza de cuidado) y lograr engendrar dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda, Fernando VII decidió cambiar las reglas del juego a mitad de partido. Promulgó la Pragmática Sanción, aboliendo la Ley Sálica para que reinara su hija Isabel II.
Esta decisión no fue un acto de feminismo moderno; fue una última cacicada para impedir que su hermano gobernara. Al hacerlo, rompió la legitimidad dinástica y partió a España en dos. Condenó al país a las guerras carlistas, un desangramiento fratricida que duraría décadas. Mientras perdíamos los virreinatos de América —que se independizaron precisamente por el vacío de poder y la ineptitud de la metrópoli—, los españoles nos matábamos en las montañas del norte por una disputa sucesoria creada por el capricho de un rey moribundo.
Un espejo en el que no mirarse
Fernando VII murió en 1833. Dice la leyenda que nadie lloró de verdad en su entierro, salvo quizás aquellos que temían perder sus prebendas. Dejó una España más pequeña, más pobre, más dividida y rencorosa que la que heredó.
Su figura es la antítesis del buen gobernante, muestra de que la tradición sin virtud es cascarón vacío, y de que la legitimidad de origen no sirve de nada si no se acompaña de una legitimidad de ejercicio. Fernando traicionó a todos: a los liberales y a los realistas, a su padre y a su hermano, a América y a la Península. Fue el rey que España deseó con locura y del que se arrepintió con amargura.