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Starmer saliendo del 10 de Downing StreetAFP

Los primeros meses de Starmer: pérdida masiva de apoyos, corrupción y escándalos de sus ministros

El Partido Laborista parece encaminarse hacia una erosión similar a la que destruyó a los conservadores en julio

Hace apenas seis meses que Keir Starmer ascendió al cargo de primer ministro con una victoria electoral que prometía ser el inicio de una nueva era para el Reino Unido. Su llegada supuso el colapso del Partido Conservador y la dimisión de Rishi Sunak, abriendo paso a un liderazgo laborista que se presentaba como la gran esperanza de la nación tras años de crisis y desgaste político. Sin embargo, lo que en julio parecía una luna de miel política se ha transformado rápidamente en una tormenta de descontento, escándalos y pérdida de confianza.

Los sondeos actuales son demoledores para Starmer. Según un análisis de More in Common publicado en The Times, si se celebraran elecciones hoy, el Partido Laborista perdería casi la mitad de los escaños obtenidos en julio, dejando el Parlamento británico en una fragmentación inédita. El ascenso de Reform UK, bajo el liderazgo de Nigel Farage, se ha convertido en una amenaza real, consolidándose como una alternativa para aquellos votantes que ven en el gobierno laborista una continuación de los problemas que esperaban dejar atrás.

Este derrumbe no es casualidad. Más allá del desgaste natural del poder, la Administración Starmer se ha visto envuelta en una serie de crisis que han minado su credibilidad. La renuncia de su jefa de gabinete, Sue Gray, bajo sospechas de haber incurrido en prácticas poco transparentes, fue el primer golpe. A ello se sumaron decisiones impopulares como la eliminación del subsidio de calefacción para pensionistas o el aumento de impuestos a las empresas, medidas que han generado malestar incluso entre quienes apoyaron su candidatura. La reciente decisión de la ministra de Hacienda, Rachel Reeves, de eliminar exenciones fiscales a tierras agrícolas ha terminado por avivar el fuego del descontento, provocando protestas masivas de agricultores en Londres.

Pero si las malas decisiones económicas han erosionado la confianza en el gobierno, los escándalos personales han sido el golpe de gracia. El caso de Andrew Gwynne, exministro de Salud, ha sido la última gota en un vaso ya rebosante. La filtración de mensajes de WhatsApp con comentarios antisemitas y racistas ha obligado a su destitución fulminante.

Tampoco es el primer escándalo que golpea su administración. Tulip Siddiq, exsecretaria de Estado del Tesoro, se vio obligada a dimitir por un presunto caso de corrupción relacionado con propiedades en Londres vinculadas a su tía, la ex primera ministra de Bangladesh. Louise Haigh, exministra de Transporte, también dejó el cargo tras revelarse que había mentido a la Policía sobre un supuesto robo de móvil. La concatenación de estas crisis ha dejado la impresión de un gobierno débil, incapaz de mantener la integridad que prometió.

El primer ministro británico, Keir Starmer, ofrece una conferencia de prensa sobre migración en Downing Street en Londres, Reino UnidoEFE

Sin embargo, hay una sombra aún más oscura que se cierne sobre Starmer: su papel en el escándalo de abusos sexuales en Rotherham. Entre 1997 y 2013, alrededor de 1.500 menores tuteladas fueron víctimas de redes de explotación sexual, muchas de ellas a manos de inmigrantes, y Starmer, como director del Ministerio Público entre 2008 y 2013, ha sido señalado por su falta de acción en la persecución de los responsables. En los últimos meses, la polémica ha resurgido con fuerza, especialmente tras las duras críticas de figuras como Elon Musk y J.K. Rowling, quienes han denunciado la pasividad de Starmer ante estos crímenes. Musk, en particular, ha sido implacable, acusándolo abiertamente de ser «cómplice» de uno de los mayores escándalos de la historia británica.

La situación recuerda, en muchos aspectos, a la crisis que afrontó el Reino Unido en la década de los setenta, cuando los gobiernos de Edward Heath y James Callaghan vieron su legitimidad socavada por la combinación de crisis económica, huelgas masivas y un sentimiento de desconfianza creciente en la clase política. En aquel entonces, la inestabilidad desembocó en el ascenso de Margaret Thatcher, una figura disruptiva que rompió con el statu quo. Hoy, la historia parece repetirse con el ascenso de Farage y Reform UK, cuya retórica populista encuentra terreno fértil en una ciudadanía cada vez más desencantada con los partidos tradicionales.

El problema de Starmer no es solo que su gobierno esté perdiendo apoyo, sino que lo está perdiendo demasiado rápido. La fragmentación del panorama político británico sugiere que el bipartidismo tradicional está en crisis, y el Partido Laborista, en lugar de consolidar su mayoría, parece encaminarse hacia una erosión similar a la que destruyó a los conservadores en julio.

El poder, que tanto prometía consolidar a Starmer como un líder fuerte, se ha convertido en su mayor enemigo. Su gobierno, nacido de una victoria histórica, corre el riesgo de pasar a la historia no como el artífice de la transformación británica, sino como otro capítulo más en la decadencia de una política que, cada vez más, parece incapaz de responder a las demandas de su pueblo.