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AnálisisZoé Valdés

Los premios Nobel de la Paz: Oslo o la nada

El último premio Nobel a la activista venezolana María Corina Machado, nombrada vicepresidente de su país en elecciones ganadas en las urnas por Edmundo González Urrutia, tampoco ha estado exento de críticas, pero habrá que esperar un margen de tiempo adecuado para poder llegar a conclusiones más precisas

El presidente del Comité del Nobel Jørgen Watne Frydnes pronuncia el discurso en la ceremonia de entrega del PremioAFP

Desde su fundación a principios del siglo XX, los Premios Nobel han sido considerados el pináculo del reconocimiento internacional en campos como la paz, la literatura y la ciencia. Sin embargo, la historia de estos galardones está marcada no sólo por los logros que celebran, sino también por los silencios, las omisiones y las contradicciones que revelan sobre las dinámicas políticas mundiales frente a dictaduras, sobre todo de izquierda.

La evolución de los Premios Nobel, especialmente el de la Paz, examina cómo, en muchos casos, la política internacional parece oscilar entre gestos simbólicos y un vacío de acciones concretas que no estarán conectadas casi nunca entre sí con movimientos de gobiernos hacia esos regímenes.

Alfred Nobel, inventor de la dinamita y empresario sueco, legó su fortuna para premiar a quienes «hubieran conferido el mayor beneficio a la humanidad». El Nobel de la Paz, otorgado en Oslo, Noruega, pretendía celebrar a aquellos que contribuyeran a la fraternidad entre naciones. Sin embargo, desde sus primeros años, el galardón ha estado marcado por decisiones controvertidas y ausencias notables.

Figuras como Mahatma Gandhi nunca recibieron el premio –no estuvo del todo mal, digo yo, con lo que se ha ido descubriendo a posteriori–, mientras que líderes envueltos en conflictos lo recibieron en medio de polémicas.

Dos polémicas seguras han sido el otorgamiento a Barack Obama, según se ha dicho sólo por ser un presidente negro, sin haber hecho nada como presidente, y que para colmo desató al tiempo una buena cantidad de bombardeos y conflictos bélicos, y el del presidente colombiano Juan Manuel Santos, por haber conducido –abreviemos– a los terroristas de las FARC a la presidencia de su país, como es el caso actual.

El último premio Nobel a la activista venezolana María Corina Machado, nombrada vicepresidenta de su país en elecciones ganadas en las urnas por Edmundo González Urrutia, tampoco ha estado exento de críticas, pero habrá que esperar un margen de tiempo adecuado para poder llegar a conclusiones más precisas.

Lo que sí hay que decir ya es que ningún Premio Nobel ha liberado a ningún país de una tiranía comunista, aunque constituya un paso en honor de los defensores de la libertad. No se puede confundir la guerra que está llevando a cabo el presidente Donald Trump contra el narcotráfico con la liberación in extremis de Venezuela ni de ningún otro país implicado, a saber Cuba y Colombia. Ilusionar a los pueblos oprimidos con la promesa de su libertad inmediata es una de las más vergonzosas vías de traicionarlos.

El Nobel de la Paz, entregado en la capital noruega, se ha convertido en un escenario donde la política internacional se representa en su versión más teatral y pasional. Hay una gran diferencia entre la sobriedad de aquellos rusos apresados por el comunismo soviético y el sentimentalismo vestido con suaves tejidos de Carolina Herrera en la última edición.

El galardón ha premiado acuerdos que, con el tiempo, se han desmoronado, y a actores cuya contribución real a la paz ha sido, cuando menos, discutible. El caso paradigmático es el Premio Nobel de la Paz otorgado en 1994 a Yasser Arafat, Shimon Peres y Yitzhak Rabin, por los Acuerdos de Oslo: un reconocimiento a la esperanza, pero también a la fragilidad de los pactos políticos de dudoso futuro, debido sobre todo al primero de esos tres nombrados.

En la política contemporánea, la entrega del Nobel de la Paz parece, en ocasiones, responder más a la necesidad de llenar el vacío de acciones efectivas que a la celebración de logros tangibles. El premio se convierte así en un símbolo de buenas intenciones, pero también en una forma de evitar confrontar la ausencia de cambios reales.

Los discursos en Oslo se llenan de palabras grandilocuentes y sentimentaloides, recepciones lujosas, mientras el mundo observa cómo los conflictos persisten y las soluciones se diluyen en el aire y, sobre todo, mientras los pueblos continúan hundidos en el temor y el olvido.

La historia de los Nobel está plagada de decisiones que han sido interpretadas como intentos de legitimar actores políticos o procesos cuestionables. En algunos casos, el galardón ha servido para proyectar una imagen de avance o reconciliación que no se sostiene en la realidad. ¿Es el Premio Nobel una herramienta para catalizar la paz, o simplemente un mecanismo para maquillar la nada que impera en la política global?

El análisis crítico de la historia de los Premios Nobel revela que, detrás del brillo de las medallas, se esconde una profunda ambivalencia respecto al papel de la política en la construcción de la paz. Oslo, lejos de ser únicamente el epicentro de la esperanza, se convierte también en el escenario donde la nada política se celebra y perpetúa. Así, los Premios Nobel nos invitan a reflexionar no exclusivamente sobre los logros, sino también sobre lo que falta, la carencia y las ausencias: acciones concretas, compromisos duraderos y una verdadera transformación de la realidad internacional.

No estoy juzgando a nadie, estoy exponiendo el carácter cada vez más inadmisible de una nada impuesta y expuesta bajo los focos de la inmediatez, folclor y frivolidad.