El pianista Joaquín Soriano
Joaquín Soriano (1941-2025)
El fulgor de la emoción pianística
Deja un legado imborrable como intérprete, maestro y embajador cultural
Joaquín Soriano
Nació en Corbón del Sil, León, el 5 de enero de 1941 y murió el 25 de julio de 2025, en Madrid.
Fue catedrático de Piano en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid durante más de tres décadas. A lo largo de su trayectoria obtuvo importantes galardones y reconocimientos como la Medalla de Oro de las Artes, la Orden Francesa de las Artes y las Letras o la Medalla de la Ciudad de París.
El gran Felipe Pedrell, a la hora de clasificar a los músicos, solía distinguir entre los «industriales», atraídos por el mero exhibicionismo ególatra de sus facultades, aquellos que utilizan el instrumento «como un clown la ocarina», y quienes practican «una profesión noble como un modus vivendi y no como un fin».
El pianista Joaquín Soriano, que acaba de abandonarnos a los 84 años, el pasado viernes, pertenecía a este último, selecto grupo. Enseñante hasta el último minuto, en cuyas aulas se forjaron recientes talentos, como el de Rosa Torres-Pardo, solía decir que, en sus clases, como la de la cátedra de piano del conservatorio madrileño, «era donde más se ligaba».
Pero su celestinaje, ejercido con auténtica fruición, era de otra índole que aquel que se consagra a inventarse parejas. Soriano cultivaba el «legato», ese arte sutil, imprescindible para el afloramiento de la genuina emoción musical, la que consiste en trazar hilos invisibles que engarcen los sonidos otorgándoles una natural fluidez y apariencia, similar al del que habla encadenando frases con rítmica elocuencia; pero muy particularmente a aquella de quien canta.
El piano es instrumento de percusión, martillo que golpea, en este caso, una cuerda. De ahí que sus mayores descifradores se afanen por acariciar sus teclas para conseguir que el mecanismo logre, precisamente, el milagro de cantar de una manera casi tan humana como los personajes de las óperas de Mozart.
A Soriano, nacido la víspera de Reyes de 1941, en Corbón del Sil (León), criado en Valencia y luego convertido en pianista por obra y gracia de uno de los mayores maestros del instrumento en el siglo XX, Vlado Perlemuter, en París (la ciudad que mejor supo acogerlo hasta entregarle su medalla de Oro, legiones aparte), le encantaba el canto. Lo llevaba en las venas, como los toros (su primera gran pasión), desde que su padre le hizo asistir a las primeras representaciones líricas, determinantes para su posterior elección profesional.
Por eso se sintió algo decepcionado cuando abandonó a Perlemuter, con el que había estudiado a fondo a los grandes románticos, incluido su adorado Chopin (llegó a participar en una película sobre el compositor polaco, y al él le dedicó su discurso de ingreso en Bellas Artes de San Fernando) para marchar a Viena en busca de la esencia de Haydn, Mozart y Beethoven.
Allí encontró que a sus ídolos centroeuropeos se les interpretaba, en ese momento, con cierto distanciamiento, una austeridad paralizante que casaba mal con las emociones desplegadas en los personajes de «Las bodas de Figaro», tan carnales como contradictorios, precisamente por ello.
En la capital austriaca pudo ampliar sus pesquisas con Alfred Brendel, que por aquella escribía casi más en las revistas de lo que solía tocar, y se ofreció a compartir con él sus conocimientos sin tasarlos, una generosidad que el español nunca olvidó.
En lo del piano no llegaron a entenderse demasiado bien, tenían pareceres opuestos, sin que la sangre alcanzase al río: ambos caballeros privilegiaban el civilizado intercambio intelectual frente al resignado consenso, la charla insulsa.
Pero del piso de Brendel, junto a la memoria de iluminadoras, animadas, alegres cenas familiares, se hizo con el ejemplo del humanista que no se limita a pulir la técnica, día tras día, para desdeñar aquello que da auténtico sentido a una interpretación: la vida que se cuela entre los dedos, el intelecto y el corazón hecho de aventuras, amores, pequeños detalles, libros, otras músicas, cuadros y la conversación eterna con los grandes pensadores, los únicos auténticamente reales, del pasado.
Con semejantes tutores parecía normal que el propio Soriano concediera a la transmisión, a las nuevas generaciones, de los saberes adquiridos la máxima consideración. Por eso, quizá, aunque su carrera pianística resultase relevante, y más en el paupérrimo contexto musical de su país, nunca despegó como la de otros artistas, incluso menos dotados que él.
Ofreció recitales en todo el mundo, fundó el Trío Madrid (con el que también giró extensamente ocupándose de la música de cámara en este formato, tantas veces olvidado) y llegó a actuar con grandes conjuntos internacionales. Entre estos últimos, conservaba el mejor recuerdo de la Sinfónica de Londres y la Filarmónica de Israel, cuyo sonido jamás olvidaría en toda su vida.
También se prodigó con los locales, como la Orquesta Nacional o la de la RTVE. Cada vez que había que programar las Noches en los jardines de España de Falla, se podía contar siempre con él. Ahora vivía un poco enojado, sin aspavientos, como correspondía con su elegancia señorial, porque le parecía que entre sus habitantes se mencionaba poco a España, como si la gente se avergonzara de una nación de tan vasto patrimonio histórico, artístico y cultural.
Su dedicación a los grandes compositores ibéricos resultó esencial en el proceso de valoración de un repertorio tantas veces olvidado, o mayormente menospreciado, como el del gran Marcial del Adalid, al que le arrastraría la consideración, algo exagerada, del también pianista como «el Chopin gallego».
En una época que privilegia sobre todo la velocidad, el gesto vacuo pero vistoso, esa «exhibición industrial» a la que se refería Pedrell, el pianismo íntimo y humanista de Soriano, sostenido sobre el fulgor de la emoción, la búsqueda expresiva de ese fuego sagrado que alimenta la inspiración, su recuerdo no será olvidado, en buena medida, gracias a su labor magisterial.
Porque, si bien, como él mismo sostenía, no existe tal cosa como una escuela española del piano, sí aparecen hoy, de cuando en vez, algunos intérpretes que comparten sus principales virtudes y pensamientos, como el valenciano Josu de Solaun, por ejemplo, empeñados en perpetuar ese vínculo, que su ejemplo no se diluya simplemente entre polvo de estrellas.