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El silencio de los corderos

Verán corazones gigantes, donde no cabe el resentimiento, ni la venganza. Ni la justicia.

Aviso a navegantes: dentro de cinco días algunas terminales mediáticas del sanchismo, una parte del Gobierno de España y sus socios mojarán la bayeta en lejía y blanquearán el holocausto de ETA. El próximo 20 de octubre se cumplirá una década desde que la banda criminal dejó de matar –864 muertos después y 7.000 cuerpos y almas heridos– gracias a la incansable batalla contra su vesania de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, la Justicia y la sociedad española. Digo aviso a navegantes porque conmigo que no cuenten para celebrar nada: ni para sacar en andas a Zapatero, al que nombrarán artífice de la gesta y nos lo colarán hasta en la sopa las teles del régimen, ni para blanquear a Otegi y los suyos, ni para hacer que mueran por segunda vez las víctimas, ante el cinismo repugnante de la dirigencia actual.
Créanme si les digo que la fanfarria de la desmemoria ya está siendo afinada. Ese olvido selectivo que persigue fantasmas y abre sepulcros de siglos pasados mientras cubre con flores de plástico y velas con olor a fresa las tumbas que nos interpelan como sociedad, que nos recuerdan que los que allí yacen murieron en nuestro nombre. Leeremos frases bonitas en internet: tuits revestidos de paz y fraternidad y fotos en Facebook sobre rótulos samaritanos. Se preparan especiales televisivos para que se les forme un nudo en la garganta a los seres bienpensantes, aquellos que acomodan su conciencia yendo al cine a ver la seguro que bienintencionada película de Icíar Bollaín, «Maixabel», como si la anécdota del perdón respetable de una viuda al asesino de su marido anulara la categoría, que no es otra que la sangre de las nucas vaciadas en los cementerios de toda España. Como si rellenar el formulario que Interior reparte entre los asesinos bajo el eufemismo de Vía Nanclares para pedir perdón administrativamente, a cambio de beneficios penitenciarios, borrara todo el dolor del mundo que cabe en los ojos de un padre, una hija o un hermano.
Como si dejar de matar tuviera premio. Si parte de la sociedad premió con su silencio cómplice, si no con su voto, matar, ahora toca regar de parabienes a los que han cambiado las balas por el televoto parlamentario. Oiremos a algunos políticos pedir comprensión para los que tuvieron el detalle de dejar de asesinarnos. En el gran corazón de nuestros gobernantes cabrá todo: desde los cibermensajes de felicidad por el fin de ETA hasta los encuentros con sus herederos sobre las moquetas blanqueadas del poder. Los que participaron en la gestión política de esos días nos recordarán cómo lo vivieron para imbuirnos de una conciencia colectiva de triunfo, sedienta de buenas noticias que tapen el sufrimiento abisal de muchos a los que no hemos dado ni la milésima parte de lo que merecen. Verán corazones gigantes, donde no cabe el resentimiento, ni la venganza. Ni la justicia. Como el de nuestro presidente, donde habita el olvido de las víctimas, pero palpitan las condolencias a Bildu por el suicidio de un «preso vasco» y la retórica infame de ETA llamando «lucha armada» a su sanguinario terrorismo.
Pierdan la esperanza de ver algo de decencia moral en algunos de nuestros dirigentes. Verán mecheritos encenderse en la conmemoración, pero no para clamar que se haga justicia por los 864 asesinados o por las 377 víctimas de ETA, cuyas muertes siguen sin ser esclarecidas, a pesar de todas las maixabeles del mundo. No para prohibir que se reciba a Henri Parot como si fuera Mike Jagger. Ni para parar el acercamiento de presos que se refocilan de sus siniestras biografías. Ni para borrar la sonrisa de Simancas y Lastra cuando pactan la reforma laboral con Bildu. Ni para defender a tanto vasco al que aún hoy se ataca, insulta e incluso agrede, porque no vota PNV o a los herederos de ETA. Ni para denunciar cómo las ikastolas forman niños carentes de la más mínima empatía por tanto sufrimiento. Escucharemos aquello de que no hay que odiar porque el odio envilece. Nos dirán que lo mejor es no reabrir heridas, tirarán de palabras emotivas mientras llenan el tractor de Aitor Esteban de regalías para callar al monstruo que un día animó a mover el árbol del terrorismo para que Ajuria Enea recogiera las nueces.
Prepárense porque la versión exculpatoria está ya madura. Si una sociedad es incapaz de defender sus valores morales, habrá que recordar lo de las campanadas de Hemingway. Que tocaban por ti, por todos nosotros. Por el silencio de los corderos.