Ya conoce el lector amigo mi pasión por la brevedad y la síntesis. Lo que puedas decir en dos palabras no lo escribas en más. Pero la cantidad nada tiene que ver con la calidad de la palabra dada, algo que no acompaña a Sánchez, el inquilino de La Moncloa. Sus afirmaciones y anuncios duran menos que un hielo en whisky on the rocks. El domingo anuncia una reforma de la Constitución y el martes reconoce que no puede hacerla. Apenas cuarenta y ocho horas, en ese corto espacio de tiempo muda su criterio. Y menos mal que cambia, claro, porque esa manía de sobar la Carta Magna no sabiendo muy bien para qué, es algo que genera frustración pero que además no está en el aliento ni en la demanda del pueblo, más inquieto con la tarifa eléctrica que con una ensoñación de reforma constitucional. Invocar una extraña falta de legitimidad de la Constitución porque no la votaron los jóvenes, además de ser un disparate que va contra la razón, es un análisis de una simpleza inquietante. ¿Acaso hay que estar sometiendo permanentemente a votación el valor de un derecho tan fundamental como la vida? Menos mal que Sánchez ya nos tiene acostumbrados a este adanismo y a su inconsistencia moral. Nada en él es duradero, nada pervive, todo termina. La brevedad es lo que caracteriza su discurso: ni baja el precio de la luz, ni habrá reforma laboral, ni suprimirán la prostitución –acuérdense– ni reformará la Constitución. El mitin ya pasó, la vida sigue y Sánchez, algún día, será una lejana pesadilla que, con la perspectiva que da el tiempo, ni eso será.
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