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03 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Nacionalidades

La única nacionalidad es la española. Ni Cataluña ni el País Vasco son más históricas que nadie y tal vez haya llegado el momento de dejarlo claro en la Constitución: si jugamos a hacer preguntas a la ciudadanía, que sea a toda la ciudadanía

Actualizada 03:14

La Constitución española ha sido un ejercicio de generosidad nacional respondido, desde el extrarradio vasco y catalán, con violencia o golpismo. El título 2 de la Carta Magna fue el clímax de ese franco deseo integrador, al añadir al concepto de indisoluble unidad de la nación la retórica de las nacionalidades para contentar a comunidades que, siendo históricas, no lo son más que tantas otras.
Nadie es más histórico en España que Castilla, Aragón, Andalucía o León, por citar algunas. Y ninguna de las especifidades lingüísticas de Cataluña, Galicia o el País Vasco son una prueba de su particularidad nacional, sino una muestra de la longevidad histórica de España: solo las grandes naciones, las que hunden sus raíces en lo más profundo de la historia y acumulan una antigüedad con pocos parecidos, pueden exhibir esa mezcla de lenguas, orígenes, acentos, fronteras y culturas.
Lo que para el nacionalismo catalán o vasco son demostraciones científicas de su desapego a España son, en realidad, prueba evidente de lo contrario, por mucho alucinógeno que se lleve echando décadas al perverso sistema educativo de ambas regiones.
A aquella concesión literaria le siguieron otras más prácticas, entre las cuales la eliminación de todo simbolismo nacional, con la lengua común sacrificada incluso en ese altar de matarifes con txapela o barretina, como máxima expresión de la mezcla de ingenuidad e idiotez que ha caracterizado a España en ambos frentes.
En lugar de entender que el desarrollo pleno de la parte incluye la defensa absoluta y leal del todo; los gobernantes de uno y otro signo se lanzaron en cabeza a la estrategia absurda de querer matar al nacionalismo a besos.
Pues bien, si llegados a este punto hay que reelaborar el artículo 2 de la Constitución para acabar con el equívoco, ha de hacerse, eliminando el término de «nacionalidades» utilizado arteramente por otro que no ofrezca dudas. Y si además ha de incluirse en la Carta Magna la prohibición de todo proyecto político que supere los necesariamente anchos límites de la libertad de ideas para adentrarse en el de la destrucción de la Constitución, hágase también.
Los apologetas de las reformas constitucionales, que son minoría chillona, siempre interpretan que ese melón ha de abrirse para transformar sus manías, delirios o complejos en palabra de ley. Y quizá ha llegado el momento de defender que, si se quiere impulsar una reforma, ha de hacerse sobre los asuntos que de verdad quiere la mayoría silenciosa.
Que no son quitar al Rey ni reconocer la independencia de nadie; sino defender un poco a España y dejar de pedir disculpas por existir a quienes se hacen los ofendidos cuando, en realidad, son los peores agresores de toda Europa.
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