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28 de marzo de 2024

El observadorFlorentino Portero

Ahora Brasil

Algo así no surge de manera espontánea. Tanto en Estados Unidos como en Brasil sólo se entiende como consecuencia directa de años de propaganda, en los que el rival se convierte en enemigo

Actualizada 01:30

Tras el fracaso colectivo de dos guerras mundiales, y alguna que otra guerra civil, revolución…, los occidentales llegamos al convencimiento de que sólo la democracia podría garantizarnos una convivencia pacífica, progreso económico y justicia social. Sobre esta idea tratamos de construir una sociedad internacional que no recayera en los errores del pasado, más aún cuando el riesgo de un holocausto nuclear amenazaba con poner fin a la humanidad. Desde hace unas décadas este convencimiento se viene deteriorando progresivamente. El capítulo más reciente ha sido el vivido en Brasilia.
El que una chusma uniformada asaltara las sedes de los tres poderes definidos por la constitución –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– destrozando enseres y violentando el espacio de trabajo de funcionarios, políticos y magistrados, es prueba innegable del rechazo al principio de legitimidad sobre el que estos se sostienen. Ya no se trata sólo de una crítica a las élites políticas y corporativas, un fenómeno muy extendido por todo Occidente y fácilmente comprensible. Va mucho más allá. Es un desprecio al orden constitucional.
Algo así no surge de manera espontánea. Tanto en Estados Unidos como en Brasil sólo se entiende como consecuencia directa de años de propaganda, en los que el rival se convierte en enemigo y no hay más legitimidad que la carismática depositada en el propio líder. La no aceptación del resultado de unas elecciones supone romper las reglas del juego, empujando al país hacia un conflicto civil de consecuencias muy peligrosas.
La izquierda radical aprendió hace tiempo que ese no era el camino. Optó por tratar de hacerse con el discurso democrático para poder legitimar actos abiertamente antidemocráticos, como acabar con la independencia de los jueces o con la capacidad de control parlamentario. Bajo la apariencia de un sistema democrático, con elecciones supuestamente libres, va haciéndose con el control del Estado al tiempo que arruina la economía y garantiza la miseria a una mayoría.
Los casos se van sucediendo, mermando los espacios de libertad. Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Perú… y la propia España son testigos de este proceso desde la izquierda. Polonia, Hungría, Turquía, Túnez o Israel lo son desde la derecha. Cada caso es distinto, el daño infringido al orden constitucional diferente, pero la dirección es la misma: acabar con la democracia liberal.
La diferencia entre Goebbels y muchos de sus seguidores es que el primero sabía que mentía, mientras que sus discípulos, quizás para evitar enfrentarse a sus propias conciencias, acaban por creerse sus propias mentiras. Mi querido Pérez-Maura titulaba calificando de «imbéciles» a la chusma en cuestión. Es difícil no compartir tal apreciación. Si la inspiración son los cornudos que asaltaron el Capitolio, y lo es, cualquiera que tuviera dos dedos frente caería en la cuenta de que aquella aventura se volvió en contra del Partido Republicano, arruinando las expectativas de Trump de reconquistar la presidencia y de su partido de ganar cómodamente las pasadas elecciones de mid term.
No estamos ante casos aislados, más o menos estrambóticos, sino ante una ola de desafección que, desde posiciones izquierdistas o conservadoras, está dispuesta a llevarse por delante el orden democrático, con lo que ello implica de desprecio a la dignidad humana y de arbitrariedad. No es un tema menor ni cabe imaginar que sea un fenómeno de corta duración. Si lo que está ocurriendo tiene su origen en los efectos de las crisis económicas de 2008 y 2021 y en las consecuencias no previstas de la Globalización, el proceso de transformación en el que nos hallamos, la Revolución Digital, nos va a garantizar tensiones sociales que sin duda alimentarán opciones políticas antidemocráticas.
En el Viejo Continente la Unión Europea viene ejerciendo el papel de muro de contención ante estos comportamientos. Sin el control de Bruselas nuestro actual Gobierno socialista habría ido mucho más allá tanto en materia jurídica como económica. Está en observación y lo sabe. Por lo menos en lo que queda de legislatura no quiere aparecer señalado por la Comisión como una democracia en cuestión, pero el proceso está en marcha.
Lo que parecía indiscutible hace décadas, lo que muchos consideraban definitivamente consolidado, hoy está en cuestión. La democracia es «flor de invernadero», sensible a cualquier cambio brusco de temperatura. Si desconocemos la Historia, y ya se han ocupado los gobiernos socialistas de que nuestros jóvenes tengan apenas una vaga idea de nuestro pasado, el riesgo de despreciar el legado de nuestros mayores, lo que costó tanto tiempo y tanto sacrificio construir, es muy alto.
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