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25 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Alegre filósofo… que tanto daño hizo

El aire liviano, irónico y cosmopolita de Rubert de Ventós ocultaba un complejo de superioridad que lo convirtió en instigador chic del separatismo catalán

Actualizada 09:35

Lo que mueve el mundo son las ideas. Las buenas y las malas. Por ejemplo, muchos estudiosos rastrean la matriz de los totalitarismos en Rousseau, el ginebrino de fachada equívocamente majetona, y hasta en el viejo Platón. Los filósofos no gozan de la atención de gran público. Sin embargo, cambian su vida.
Se ha muerto entre aplausos, a los 83 años, el pensador barcelonés Xavier Rubert de Ventós. Sin duda un hombre de grandes capacidades, un ironista en actividad constante, un perpetuo «moderno», que incluso llegó a dar clase en las más emblemáticas universidades estadounidenses cuando parecían mecas inalcanzables. Pero los españoles no podemos estarle precisamente agradecidos. Nos hizo más mal que bien.
Rubert pudo vivir toda su vida como un pachá gracias a la red de seguridad que le proporcionó la visión y el esfuerzo de su abuelo paterno, un emigrante indiano que ganó un buen dinero en Puerto Rico y que al retornar a Barcelona tuvo el tino de comprar solares que se revalorizaron. En 1961 se licenció en Derecho en Barcelona y, acto seguido, en Filosofía en Madrid. Fue un antifranquista activo, con una huida de la policía por los tejados que adornó noveleramente y un breve y cómodo exilio. Profesor de relevantes universidades, incluidas Harvard y Berkeley, y más tarde catedrático de Estética en su ciudad, formaba parte del cogollo de la alta burguesía barcelonesa y era amigo desde la infancia de Pascual Maragall.
En la hora triste de su muerte, la prensa regional de cabecera elogia «su humor y su agudeza, enemiga de cualquier gravedad», y lo califican de «figura clave de la vida pública catalana». Escribió un montón de ensayos, siempre elegantes y resultones. El nervudo pensador de rostro huesudo desbordaba en sus conferencias una erudición deslavazada y teatrera, un poco al estilo de los shows del magnético Wittgenstein. Era uno de esos intelectuales que disfrazan el vacío con paradojas relampagueantes, en realidad inanes: «La existencia de Dios es quizá la mejor manera de no creer en él».
También lo llamó la política. Fue diputado en Madrid por el PSC entre 1983 y 1986 y eurodiputado bajo las mismas siglas desde 1986 a 1994 (lo cual equivale a una jubilación dorada). Pero del socialismo catalanista acabó pasándose al separatismo. Eso sí, siempre con su toque de supuesto ingenio: «Yo no soy nacionalista. Soy independentista». Se convirtió en uno de los animadores intelectuales de lo que se llamaría «el procés». Espoleó a su amigo Maragall a meterse en el carajal del Estatut. Y más tarde se sumó como sabio chic a todos los saraos rupturistas: «Separarse de España es la salvación de Cataluña». Con su habitual tono snob, proclamaba «sentirse hispano, no español», y explicaba que su relación con España era «como la de un peruano o un colombiano». Por supuesto la prensa psoeísta de Madrid, siempre panoli ante el separatismo, le compraba arrobada sus artículos.
Cuento esta historia porque ilustra el talante de un cúpula elitista que ha mangoneado Cataluña sin descanso y con éxito. Y nadie ha hecho un retrato psicológico mejor de esos patricios engreídos y de pose amable que la segunda mujer de Rubert de Ventós, la novelista gallega Luisa Castro, 26 años más joven que él y con la que tuvo dos hijos antes de su ruptura. En 2006, Luisa ganó el premio Biblioteca Breve con su novela «La segunda mujer». Más que una narración, es un tremendo ajuste de cuentas, un retrato duro –casi una autopsia– de su exmarido y de la alta burguesía catalana. El libro cuenta la relación de una escritora joven y de clase baja y un intelectual catalán potentado, ella de 26 años y él de 57, evidentes trasuntos de Luisa y Rubert (aunque la escritora se cuidase de negarlo). «Un viaje de la pasión al maltrato psicológico». Resumido rápido y en plata, lo que viene a contar es que su nueva familia política, una panda de altivos pijos barceloneses, jamás la aceptaron y siempre la vieron como una paleta gallega, sin nada que ver con su maravilloso mundo, supuestamente culto, elegante, sofisticado, europeo.
Y es que en el fondo, la biografía política de Rubert de Ventós refleja la médula real del insidioso nacionalismo catalán: un complejo de superioridad como la copa de un pino respecto al resto de los españoles.
Descanse en paz el filósofo, aunque sus ideas no hayan hecho mucho bien a este país, que por fortuna y a su pesar todavía se llama España.
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