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25 de abril de 2024

Enrique García-Máiquez

Vivat Academia, vivant professores

Cualquier universidad debe tener una sana ambición de que los mejores estudiantes, puedan pagarla o no, estén en sus aulas

Actualizada 12:10

Lo peor de nuestras escandaleras mediáticas no es el ruido, sino que no las cierra la reflexión. Las desplaza otra noticia escandalosa que nos distrae el interés. En consecuencia, corremos de acá para allá como pollos sin cabeza. Para resistirnos, vamos a echarle cabeza, ahora que ha bajado el ruido, al follón de la visita de la presidente Isabel Díaz Ayuso a la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense.
Hubo mucha anécdota comentable, ya comentada, pero veo algo más subterráneo y grave. En muchísimos discursos, argumentos, eslóganes y consignas se ha dado por sentado, con aires de suficiencia y hasta gestos violentos, que la educación pública es superior a la privada.
Dar por bueno ese tópico puede ser muy perjudicial… para la universidad pública. Lo propia de la inteligencia es distinguir. Aquí hay tres ámbitos que no deberían mezclarse si no queremos aumentar la confusión. El primero y principal es el académico, esto es, la enseñanza y la investigación. Es el campo propio de la Universidad, y no depende directamente de los otros dos: ni del ámbito social (si está abierta a todos los ciudadanos o no); ni del ámbito técnico de la financiación (quién la paga).
La mejor universidad es la que enseñe más y mejor y la que en sus trabajos de creación y de investigación alumbre más verdades y contribuya al bien común. Regodearse en otras instancias implica bajar el nivel de autoexigencia. Tengo la impresión de que muchos alumnos y profesores de la pública han perdido esta obviedad de vista y consideran que la universidad estatal ostenta per se una superioridad incontestable y manifiesta (en el sentido de que no se puede contestar y de que se organizan manifestaciones para ostentarla). El Oxford del siglo XIX fue una universidad ejemplar, aunque no fuese ni pública ni estuviese abierta a todas las clases sociales. Los discípulos de Sócrates eran los niños pera de Atenas.
¿Los otros dos ámbitos no importan? Menos, aunque importan, porque no hay compartimentos estancos. Cualquier universidad debe tener una sana ambición de que los mejores estudiantes, puedan pagarla o no, estén en sus aulas. Y también una preocupación social de que los impedimentos económicos no dejen a nadie fuera de una formación superior para la que se tiene aptitud. Una universidad cerrada al talento sin medios económicos pierde, por un lado, un indispensable músculo intelectual, porque sobre los alumnos descansa el prestigio académico de la institución. Por otro lado, moralmente, deja en buena medida de ser un alma mater. Lo propio de una madre es acoger.
Lo que nos lleva al último ámbito, que es el técnico financiero. ¿Afecta cómo se financia a la categoría de una universidad? En absoluto. ¿Por qué va a ser mejor el dinero que el Estado sustrae con sus impuestos a ciudadanos que no saben a qué se destina que el de unos padres preocupados por la educación de sus hijos o el de unos antiguos alumnos agradecidos que ofrecen becas para su universidad o el de un banco interesado que presta a estudiantes prometedores y comprometidos? Incluso cabe pensar que la certeza de que la educación vale su peso en oro ayuda a valorarla más que la falsa creencia de que es gratis y de que se nos debe.
La única superioridad originaria de la universidad pública es que permite a todos acceder a los estudios por sistema. Eso es estupendo, aunque si una universidad privada arbitra un sistema de becas y acceso suficientemente ágil, igualaría esa superioridad moral. La académica, que es la propia de la universidad, depende de la calidad, la hondura, la honestidad y el compromiso con el esfuerzo, con la verdad, con la bondad, con la belleza y con la libertad. Ahí es donde hemos de sentirnos interpelados los alumnos y profesores de las públicas y las privadas. «Vivat membrum quodlibet,/vivant membra quaelibet,/semper sint in flore».
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