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29 de marzo de 2024

Al bate y sin guanteZoé Valdés

El cuerpo, la vida

En el momento del aborto, la mujer embiste contra su propio cuerpo, ningunea su alma, la devasta, y sacrifica a la criatura que en su vientre ya es una fuerza vigorosa

Actualizada 10:41

Hubo una época en que la ciencia y el espíritu conducían a un mayor entendimiento de la existencia, a un anhelo de búsqueda mayor en el misterio de la vida. El cuerpo envolvía al espíritu, y el alma situaba en una dimensión inenarrable al cuerpo: se llama todavía vida. Existía un respeto, una sublimación exploradora y anímica, mística, de la carne y la fe. Resulta curioso que, mediante el materialismo dialéctico y sus consecuencias, se haya devastado esa idea tan elemental, y no por elemental menos hermosa, de lo tangible del cuerpo relacionado con lo impalpable del alma.
He estudiado muy de cerca la premisa del aborto, que se da como deducido y como un derecho, desde aquellos embates de la abogada Gisèle Halimi en Francia hasta hoy, con mi experiencia en la Cuba de Castro donde abortar es como ir a beberse un vaso de agua. Mi estudio arroja que los abortos promovidos como derechos y leyes ocultan otra forma de prepotencia y poder sobre el cuerpo y la esencia o psique de las mujeres. Una mujer nunca es más dueña de su cuerpo y de su espíritu que cuando lleva una vida dentro. En el momento del aborto, la mujer embiste contra su propio cuerpo, ningunea su alma, la devasta, y sacrifica a la criatura que en su vientre ya es una fuerza vigorosa. No me voy a detener en las sandeces de que si un feto no es una vida, porque no respondo a incapacidades provocadas por una ideología que va de puntera de la idiotez más absoluta.
Conocí personalmente a la abogada Gisèle Halimi cuando llegué a Francia, era entonces una mujer madura, amiga de la Cuba castrista (se rumoraba que contaba numerosos amantes comencandelas del castrismo); yo, en cambio, era una joven callada, como ya he contado, para no hacerme notar, cuya rebeldía se traslucía en algunos de mis primeros poemas. Compartíamos calle, ella vivía al final de la rue Saint-Dominique esquina con el Boulevard Bourdon, y yo al inicio, en una mansarde-buhardilla del 52 rue Saint-Dominique. Coincidimos en varias cenas, y a pedido de un amigo común francés le entregué mi segundo poemario Todo para una sombra. Sin embargo, pese a ser una mujer cultivada, a ella sólo le llamó la atención aquel titulado Aborto:
Aunque no esté encinta
un niño se está suicidando dentro de mí,
nadie puede quererlo como yo,
ni tú que has olvidado el avaricioso minuto.
Mientras se va formando,
su mirada atraviesa sangre y tejidos
y en el espejo me ha anticipado que tendrá
ese color
que yo no sabría definir.
Tú llegas para salvarlo,
y si me acaricias él se estira de placer.
Los senos se me llenan y algo suave y sin
olor
gotea de ellos.
Dicen que las brujas lloran por los pechos
y que el pelo se les pone plateado de tanta
magia.
El niño está embrujando un espacio de mi
cuerpo,
yo te lo digo,
qué lástima mis senos vacíos,
mi útero sangrando cada luna llena
y tu semen cayendo al precipicio.
A Halimi mi poema no la convencía, quiso interpretarlo como una especie de manifiesto antiaborto, le aseguré que lo era frente a esa idea de que el derecho legal va por encima del deseo, de la vida, de la ciencia misma. Que hay mujeres que anhelan tener un hijo y desdichadamente abortan de manera natural, que ese sufrimiento no tiene comparación al lado de las que deciden cortar por lo sano de manera forzada con una vida que ya lo es en su interior. Entonces salió el asunto de las violaciones, y demás… Yo no estaba entonces tan experimentada como ahora, no obstante, un título puso la respuesta en mis labios, unos versos extraídos del Canto de la mujer estéril de Dulce María Loynaz. Cuánto dolor en ese poema. Enseguida añadí que parecía mentira que siendo ella la abogada que había logrado mediante la defensa de una víctima que las mujeres violadas tuvieran derecho al aborto no entendiera que tener derecho al aborto no es lo mismo que convertir el aborto en un derecho. Sonrió, aunque perpleja:
–¿Cuál es la diferencia? –inquirió hábil.
–La idea misma de la vida, su defensa natural y bíblica –respondí.
Costó que me diera la razón. A Gisèle Halimí nadie le ganaba tan fácilmente, era una mujer que no comía queso porque le asqueaba la leche; a mí, por el contrario, de niña me asqueaba la leche, pero siempre me privaron el queso y la mantequilla. A los siete años sus amigos castristas me privaron (otra forma de usar el verbo) del derecho a ingerir cualquier producto lácteo, mientras ellos se hartaban.
Recuerdo una de las últimas frases de Halimi durante aquella cena:
–La mujer es dueña de su cuerpo –sentenció como si respondiera desde el estrado.
–La mujer que renuncia a su alma y atosiga al cuerpo que es ya vida nutrida que crece dentro de ella sin más motivo que echar mano de una arbitrariedad déspota no es dueña de nada, es una víctima de la cuadratura de una imposición abusiva y veleidosa –respondí. Al instante fingí dolor de cabeza, y me retiré.
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