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04 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Amigos y enemigos

Son, milimétricamente, los mismos bloques que, a punta de bayoneta, perfiló una guerra civil de hace cien años: la eternidad

Actualizada 01:30

Hacia el final de su bellísimo Jardín de los Finzi-Contini, Giorgio Bassani pone en voz del narrador una última evocación –cuyo indolente esteticismo torna en trágico lo que vino luego– de la muchacha a la cual amó: «Micòl no dejaba de repetir que a ella le importaba un bledo su futuro democrático y social, que aborrecía el futuro en sí, y que a ese futuro ella prefería con mucho el virgen, vivaz y bello presente; y el pasado, todavía más, el querido, el dulce, el pío pasado». Muy bello, posiblemente muy cierto. Pero estamos en 1942 y en Ferrara. Y Micòl es hija de una sobresaliente familia judía: los Finzi-Contini. «Fueron capturados en 1943. Después de una breve estancia en la cárcel Piangipane, en noviembre se los llevaron al campo de concentración de Fòssoli, cerca de Carpi, y de allí a Alemania». Y de Alemania, al humo de los crematorios. Sobre esa melancolía epilogal, el lector entiende, en el momento de cerrar la novela, hasta qué punto Bassani ha erigido un monumento mayor al subsuelo trágico del siglo XX.
Las promesas de futuro que la política –volvemos a sufrirlas ahora– nos garantiza son, en todas sus variedades, un cebo sólo para hacernos esclavos. Lo sabemos. Y sólo el presente absoluto de esa vida plenamente estética que invoca la Micòl de Bassani podría hacernos libres. Es ciertísimo. Lo es también, sin embargo, que todas las esclavitudes no son iguales. Que no lo es, en 1942, la que asienta un sistema de garantías jurídicas constitucionales y la que asesta un fascismo tan hondamente histriónico como el de Mussolini. Menos aún, la que ejecuta un nacional-socialismo sin remordimientos ante el genocidio, como lo fue el alemán. Todo Estado es necesariamente despótico. Pero hay déspotas que matan más que otros. Infinitamente. Aunque siempre bajo máscara. Humanitaria, por supuesto.
¿Cómo enmascara mejor un déspota su propósito de cincelar, a conveniencia propia, las voluntades y conciencias de todos? La técnica básica es tan antigua como la política misma. Pero su teorización académica es hallazgo de un jurista de talento, que dio su armazón conceptual al Estado hitleriano. Cuando, en 1931, Carl Schmitt formula el axioma que hace de la política el arte de construir enemigos imaginarios, frente a cuya fantasmal monstruosidad busque gustosa la ciudadanía la protección de un Estado implacable, los horrores del exterminio irrumpen en el siglo: «el Estado como unidad política organizada, decide por sí mismo como un todo sobre amigo y enemigo». Construido el enemigo e impuesta al pueblo la evidencia de su monstruosidad, todo pasa a ser legítimo para sus salvadores.
España vive, desde 1978, las oscilaciones –en mayor o menor medida violentas– de ese péndulo letal –y eficacísimo, de ahí lo trágico– que arrasa cualquier tierra de nadie entre «amigos» y «enemigos» políticos. El análisis del mapa electoral de este ya casi medio siglo exhibe desplazamientos mínimos sobre una marmórea cesura entre dos bloques que se proclaman antagónicos. Y que un analista frío constata carentes de cualquier contenido que no sea el de su antagonismo. Son, milimétricamente, los mismos bloques que, a punta de bayoneta, perfiló una guerra civil de hace cien años: la eternidad. No existe realidad alguna –o, al menos, realidad presente– en las proclamas de esas horrendas bandas de «amigos» y «enemigos». Hay, sí, un fraternal anhelo de carnicería. Lo peor.
La cínica mirada de Schmitt, volviendo sobre su hipótesis treinta años y una guerra mundial luego, lo ratifica: «Hay que declarar a la parte contraria, en su totalidad, como criminal e inhumana, como un valor absoluto. Si no es así, uno mismo resultará criminal e inhumano». Así, la lógica de la devaluación moral podrá desplegar «todas sus consecuencias destructoras y obligará a nuevas discriminaciones cada vez más profundas, hasta la destrucción de toda vida que no merezca vivir». Decimos del otro que es indigno de existir para, de este modo, garantizar nuestro monopolio de mando sobre todo y todos: produce un cierto estupor constatar que en eso seguimos. En el punto exacto en el cual fue extinta la indolencia sabia de los Finzi-Contini.
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