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20 de mayo de 2024

Cosas que pasanAlfonso Ussía

Verde y blanco

Históricamente, los ingleses han sido muy cabrones con España, pero hay que reconocer su respeto por las costumbres, su buen gusto, su cinismo y su ironía

Actualizada 01:30

Bajo una sombra del bar de la piscina del hotel Don Pepe de Marbella, tomaban una copa Antonio Mingote, Edgar Neville y su gran amor, Conchita Montes. Edgar ya había escrito para Conchita su extraordinaria obra teatral El Baile inspirado en Conchita. Más que escribirla, se la dictó improvisando a Isabel Vigiola, secretaria de Edgar y futura y maravillosa mujer de Antonio. Ella en una mesa, inmortalizando con nerviosa taquigrafía lo que Edgar Neville le dictaba mientras paseaba de un lado al otro de su despacho, con los pasos justos y medidos «como el oso polar de la Casa de Fieras del Retiro». Edgar ya estaba gordísimo, Conchita era un pincel y Antonio un joven genio del trazo y el mejor humor de España. Y llegó, inesperadamente, el formidable actor Arturo Fernández, más joven aún que Antonio, vestido de blanco y con una raqueta entre las manos. Una raqueta con funda de madera atornillada en sus cuatro ángulos. Le acompañaba una guapa mujer, ya entradita en años, y Arturo, marcando un gesto muy expresivo, les hizo ver que no era conveniente que se reconocieran y saludaran. Al cabo de un buen rato, la señora pagó la factura, se ausentó y Arturo se sentó en la mesa de Edgar, Conchita y Antonio.
«Perdonad que no os haya saludado. Es una multimillonaria americana muy aficionada al tenis. Y la tengo en el bote. Ayer me preguntó si había ganado algún torneo importante, y se quedó sin habla de la emoción cuando le respondí: 'Wimbledon, chatina'». Arturo fue un genio teatral y cinematográfico. Jamás pidió una peseta de subvención, compraba los derechos de comedias que él hacía grandes, y siendo hijo de una frasquera del puerto de Gijón y de un borracho que maltrataba a su madre, ganó con su talento y su trabajo un dineral. Pero en aquellos tiempos estaba tieso, y coordinaba a la perfección sus papeles artísticos con la picaresca.
Años más tarde, en la presentación de uno de mis libros en El Trocadero de Dioni de Marbella, tuve el honor de sentarme entre dos vencedores de Wimbledon. El de verdad, Manolo Santana, y el de mentira, Arturo Fernández. «Lo de Manolo no tiene mérito. Era un tenista genial y extraordinario. Lo mío es más meritorio. Aquella vez que me pilló Mingote con la raqueta y vestido de blanco, fue la primera vez que hice de tenista».
Cuando se acerca julio siempre escribo de Wimbledon. Lo mismo que en las cercanías de mayo, Manuel Vicent publica en El País –o publicaba, porque El País ya no lo leo–, un texto antitaurino. Me emociona el tenis verde y de blanco. El aperitivo es el torneo londinense de Queen's, que se está celebrando esta semana. Dibujo antiguo de Londres, con los socios del club ocupando una pequeña tribuna y la terraza social que se abre a la pista central, con sus copas, sus canapés y vestidos como sus padres y sus abuelos. Aperitivo del más apasionante, prestigioso y casi perfecto torneo de Wimbledon, en el que todos los tenistas, de blanco obligado, recuperan el alma del tenis. Vestidos de blanco como Arturo Fernández en el bar del «Don Pepe», o como Manolo Santana y Rafa Nadal en la Pista Central derrotando a Ralston y a Federer. O Conchita Martínez a Navratilova, y Garbiñe Muguruza a la arácnida Venus Williams. Históricamente, los ingleses han sido muy cabrones con España, pero hay que reconocer su respeto por las costumbres, su buen gusto, su cinismo y su ironía. Uno de los perros de Isabel II le tomó manía al primer ministro Tony Blair y le hincó sus finos dientes en el tobillo derecho. La Reina se disculpó a su manera: «Lo lamento mucho, señor Blair. Pero creo que su tobillo derecho ha tenido también algo de culpa».
Wimbledon sintetiza el buen gusto, el respeto, la cortesía de un público que estalla de alegría medida por igual cuando un tenista, británico o no, culmina una jugada maestra. Y hoy recuerdo, ya se acerca, el mejor torneo de tenis, verde y de blanco obligado, con el orgullo de haber tenido a cinco españoles en lo alto. El gran Manolo Santana, el gran Rafael Nadal, la gran Conchita Martínez, la gran Garbiñe Muguruza –me refiero a ganadores individuales–, y al gran Arturo Fernández, que no lo ganó, pero estuvo a un paso de hacerlo.
Adelante el buen gusto.
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