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06 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Tareas inaplazables

¿Pueden realizarse estas reformas de un modo rápido y no traumático? Sí. Pero sólo a través de un gran pacto de Estado

Actualizada 03:42

Pasada la enésima convocatoria de un imperfecto sistema electoral que hace agua hasta amenazar naufragio, sería hora de que España pasara a plantearse las cosas serias. Pero, para ello, una condición previa es necesaria: que los socialistas españoles asuman la dura tarea de deshacerse de un secretario general para quien ni Estado ni PSOE significan nada: tan sólo Sánchez cuenta para Sánchez. Al coste que sea preciso. Porque ningún precio es excesivo para satisfacer el narcisismo del doctor apócrifo. Y, esta vez, todos sabemos cuál será el precio que Esquerra y Junts pondrán al inquilino de la Moncloa para mantenerlo indemne en su habitáculo. Sánchez lo pagará encantado.
Hay en España pactos de Estado inaplazablemente urgentes. Que deberían unir a todos, por encima de fantasmagorías ideológicas. Pactos que asienten principios constitucionales básicos, hoy en buena parte triturados por el quinquenio de Sánchez. Recordaré sólo cuatro. Sé que hay más. Sirvan éstos de ejemplo.
1– Principio del igual valor del voto para todos, cristalizado en la ley electoral. Es el más importante. O, cuando menos, el más urgente. Porque determina la regulación de cualesquiera otros acuerdos de refundación. Restablecer el principio «un hombre, un voto», que garantice una aritmética igualdad en el peso electoral de todos los ciudadanos, es tan elemental que hasta da vergüenza tener que reivindicarlo. Pero es así: desde el inicio de la democracia, el voto de ciertas regiones (Cataluña y el País Vasco de modo muy preciso) está multiplicado por un coeficiente escandaloso; un ciudadano de Bermeo o de Salou vale electoralmente más que uno de Carabanchel o de Getafe. Es un perfecto disparate y un insulto para el conjunto de la ciudadanía. En el fondo, es un insulto, sin más, a la inteligencia. También, a la moral ciudadana. Gracias a ese disparate, partidos tan microscópicos en número de votantes como el PNV han venido gozando de un poder de veto en el parlamento español que provocaría la carcajada en cualquier país con plena garantía constitucional asentada.
2– Principio de igualdad ante la ley para todos los ciudadanos. La sociedad moderna nace el 20 de junio de 1789, cuando la Asamblea Nacional disuelve los Estamentos y somete a todos los ciudadanos a universal igualdad ante la ley. Sin esa universal igualdad, no hay garantía jurídica. Ni, por lo tanto, democracia. La actual legislación española, que distingue criterios y sentencias por completo diferentes en función del sexo («sexo» digo, el «género» es un criterio gramatical que se aplica a las palabras, no a los individuos), supone una regresión a la justicia estamental. Y acaba con aquella igualdad ante la ley que fue el supuesto fundacional de las democracias modernas.
3– Principio de igualdad lingüística. No es pensable, en un país que haya salido del feudalismo más anacrónico, el mantenimiento de barreras lingüísticas que impidan ejercer la lengua oficial de la nación en segmentos amplios de la geografía nacional. No hay nación allá donde la lengua nacional no puede ser ejercida universalmente. Eso no impide el uso de las lenguas regionales. Siempre como segunda opción. Jamás como primera. Impensablemente como única. Urge corregir la deriva disparatada de unas autonomías que han pasado a funcionar como mini-Estados de hecho, dotados de lengua oficial propia y de locos sistemas de enseñanza a la medida de sus lenguas, dialectos o jergas locales.
4– Restablecimiento de la autonomía del poder judicial, tal como la Constitución de 1978 la preveía. Esa autonomía fue rota, en 1985, por la ley orgánica con la que Felipe González permitió a los partidos políticos tomar el control del órgano de gobierno de los jueces: el Consejo General del Poder Judicial. A partir de esa fecha –y, pasando escandalosamente a través de todos los gobiernos hasta hoy–, en España dejó de existir la división y autonomía de poderes, sobre la cual se erige todo el sistema de garantías de una democracia.
¿Pueden realizarse estas reformas de un modo rápido y no traumático? Sí. Pero sólo a través de un gran pacto de Estado entre los dos partidos mayoritarios, que es la única opción que proporcionaría el porcentaje de escaños necesario para sacar esas reformas adelante. ¿Impensable? Impensable sólo por la burricie personalista de nuestros políticos. Y también –no nos engañemos– por la necesidad en que los partidos españoles se hallan de garantizar los sueldos de sus miembros: gentes, en general, incapaces de ganarse otro estipendio que no sea el de la sopa boba de sus cargos.
No hay hoy un sólo país europeo que no hubiera aplicado, ante una degradación constitucional tan extrema, la conveniencia de un acuerdo de Estado para modificar las leyes que bloquean la normalidad constitucional. Aquí, pocos políticos parecen entender eso. Un personaje tan turbio como Sánchez sería inaceptable para cualquier socialdemocracia europea. Aquí, podrá incluso sobrevivir liquidando lo poco que queda del que fue su partido. Son los términos hoy de la tragedia española.
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