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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Álvaro

Son las 8:45 de la mañana, y termino de recibir y aceptar, como no podía ser de otra manera, la noticia del fallecimiento de mi hermano menor

Hoy, con el permiso de El Debate y sus lectores, me voy a ocupar de una tristeza particular. Y les ruego que me disculpen por el abuso de su paciencia.

Son las 8:45 de la mañana del sábado 12 de agosto, y termino de recibir y aceptar, como no podía ser de otra manera, la noticia del fallecimiento de mi hermano menor, Álvaro, que se ha ido desde Madrid al Misterio por culpa de una neumonía. Era simpatiquísimo, lleno de humor, y si no fuera mi hermano, habría hecho todo lo posible por ser su amigo.

Lo cierto es que, desde la muerte prematura de su mujer, María Pan de Soraluce, y el inesperado fallecimiento de su mejor amigo, Íñigo Cañedo, en los primeros tramos del Covid, Álvaro llevaba a su lado una infinita tristeza. Vivía sobre una silla de ruedas por un accidente doméstico, y apenas salía de su casa. Vendió a uno de nuestros sobrinos su paraíso, una preciosa casa en Candeleda, en la que compartió con María los mejores años de su vida. Era ornitólogo aficionado, y estaba dotado de una excepcional capacidad para destacar en todos los deportes. Con una característica original: le aburría ganar.

–Me aburre ganar más que comer con un catalán.

Disputaba una final de un trofeo en el Tenis de San Sebastián. Ganó el primer set. Su oponente nos caía mal a todos, menos a él.

–Es tan antipático que me hace gracia –y terminó perdiendo–. Para él, ganar era importante. Se lleva la copita a su casa y lo celebrará con la familia. ¿Cómo voy a privarle de su pequeña gloria?

De niño, en La Moraleja, cuando un nuevo capellán visitaba a nuestra madre, colocaba en todas las butacas y sillones cercanos al sitio habitual de nuestra hacedora, «almohadones indecentes», es decir, esos globos rosas que al sentir la presión del culo distraído, hacen el ruido de una pedorreta. Y su mayor ilusión estética, que compartía conmigo, con otros hermanos y nuestra madre, no era otra que, en la ceremonia de inauguración de unos Juegos Olímpicos, el atleta portador de la antorcha, al ascender mientras el público ovacionaba semejante tontería, tropezara en un escalón y fastidiara el numerito de la antorcha.

Jugaba al fútbol de maravilla. Y era un gran pescador marino y un cazador a su aire. Si le entraba un venado al puesto, le animaba a seguir su paso: «Matar un venado es como disparar contra un autobús de dos pisos».

Lo que le apasionaba a Álvaro era el campo, los ruidos, los sonidos, los perros, lo que el Conde de Yebes resumió como «el canto de la Sierra». Era alto, flaco como una espiga y con los ojos achinados. Le conocían como «la China». Madridista hasta las cachas, como casi todas las personas estupendas. Infinitamente sensible. Muy preferido de nuestros padres, por aquello de ser el último. Pero en una familia de diez hermanos, el mimado y el egoísta no tienen cabida ni acomodo. Como buen Ussía, gastador cuando tenía dinero y austero cuando su cartera se resentía. Le divertían las caídas de los viandantes en la calle. Sus amigos, para él, fueron más importantes que sus hermanos. Los Cañedo Angoso, Cástor, José, Íñigo, Pedro, Luis, María y Diego. Luis Álvarez Estrada, «la Cabra», y su hermano Jaime. José Argüelles… Eran centenares, y con ellos pasó los mejores momentos de su vida, y los peores también. A nadie dejaba indiferente. Y cuando se enfadaba, una o dos veces al año, todo temblaba hasta que le sobrevenía un ataque de risa.

–Que ridículo resulta enfadarse por una memez.

Era analítico, y nos tenía calados a todos sus hermanos, con motes que omito por caridad y prudencia. Su biblioteca estaba dominada por los libros de naturaleza, viejos safaris de principios del siglo XX, guías de aves, y novelas de Wodehouse. Pero sus libros preferidos de humor eran los de sus amigos cazadores: «No entiendo el motivo de sufrir tanto para cazar a un bicho».

Álvaro fue invitado por unos ganaderos de Zamora a una batida de lobos. Le aburría mucho la soledad del puesto. Y se llevó de compañero a un cachondo que se disfrazó de Caperucita Roja.

–Lo lógico es que el lobo entre en nuestro puesto. Feroz está enamorado de Caperucita.

Y entró en su puesto. Pero del ataque de risa que sacudió a Caperucita y Álvaro, el lobo tuvo el tiempo suficiente para salir de su campo de tiro. Y los ganaderos y el resto de los cazadores se enfadaron bastante.

Vivió mucho y muy bien hasta que le vinieron las tristezas. Y llevaba unos años deseando tener la oportunidad de reencontrarse con María y su amigo Íñigo. No tengo noticias al respecto. Pero si alguien se merecía ese reencuentro, era él.

Y lo de siempre. Mi deseo y mi oración inspirados en un aforismo irlandés: «Que los caminos, Álvaro, hermano mío, se allanen a tus pies. Que el viento sople siempre a tu espalda. Que el sol brille templado sobre tu rostro. Y que Dios te sostenga con su mano protectora».

Descansa sonriente.