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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Las manos blancas

Lo que contaba era como un milagro, o directamente un milagro, pero resultaba imposible no creerle

Actualizada 12:33

Imagino que verte con un pie –o los dos– en el otro barrio y luego dar marcha atrás de chiripa, o de milagro, cambia tu manera de ver la vida. Te otorga otra perspectiva y te lleva a relativizar muchas de esas galernas en vasos de agua en los que nos ahogamos a veces. Todos hemos conocido a alguna persona que ha superado uno de esos trances. Normalmente lo que se percibe en ellos es un cierto miedo a la recaída, como es lógico. Pero también una gran calma, que en la gente con fe se afianza en la convicción de que lo que aguarda tras el telón es el perdón de Dios y el reposo del alma inmortal, la única felicidad completa posible.

Hace unos días estuve con una persona que había pasado por un susto de esos que te llevan a una partida a cara y cruz en el quirófano. Contándolo rápido y un poco a brocha gorda, digamos que el hombre salió adelante después de un reventón de la aorta de esos que normalmente no se cuentan. Bajamos a tomar un café por la mañana. Nos sentamos en la barra de la Mallorquina y nos pusimos a hablar. Al principio, un poco de cháchara de política y periodismo: las gamberradas de Sánchez, la transición todavía irresuelta de los periódicos, chascarrillos varios para reírse un poco… Pero el elefante en la habitación del que no hablábamos era lo que le había pasado a él. Así que al final, medio en coña y por romper el hielo, le dije: «Oye, ¿y lo tuyo qué?, ¿llegaste a ver el famoso túnel?». Me dedicó entonces una sonrisa un poco cansada, como la de un sabio que está de vuelta, y luego me hizo el inmenso favor de contarme la verdad de su historia, la que llevaba dentro:

«Hubo un momento en que realmente me iba y entonces, de una manera tan nítida como te veo a ti ahora frente a mí, me vi bajando por las escaleras de una cripta funeraria que tiene mi familia. Iba descendiendo los peldaños y hacía mucho frío, cada vez más. Pero de repente unas manos blancas tiraron de mí y me sacaron hacia arriba, de vuelta a la luz. Más tarde supe que a la hora en que pasó eso un montón de chicos a los que había dado clase estaban rezando por mí en la capilla. Estoy totalmente convencido de que sus oraciones me salvaron la vida».

Acabó su increíble historia. Se quedó callado y me miró con firmeza. No había nada más que añadir. Le creí. De cabo a rabo. Y le sigo creyendo.

Hoy vuelve al taller, otra visita al quirófano, y puede estar seguro de una cosa: no le van a faltar las manos blancas.

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