Óscar Puente y la violencia política
Las maneras del ministro, inducidas por su jefe, sitúan el duelo donde quiere el PSOE: en el enfrentamiento personal y el odio a millones de votantes
Óscar Puente debió de dejar de ser ministro cuando provocó una ruptura diplomática con Argentina. Da igual lo que piense de Javier Milei: un miembro del Gobierno de España no puede quebrar las relaciones diplomáticas con un país dándose el gustazo de insultar al Jefe del Estado de un socio o de un rival, sacrificando intereses que ha de custodiar por atracones personales ideológicos.
A Puente, sin embargo, ese gesto le ha aupado en el PSOE, hasta el punto de sonar como eventual relevo si la justicia o las urnas atropellan a Pedro Sánchez, en un indicio de hasta qué punto ha llevado el líder socialista la crispación, el enfrentamiento y el bulo como herramientas de división social y movilización sectaria.
Ahora, el titular de las autovías que siguieron abiertas a la circulación en las primeras horas de la Dana y dirige el mismo ministerio que Ábalos, ha ido un pasito más allá en su escalada de violencia verbal con un mensaje contra Santiago Abascal en el que, más que contraponer argumentos a sus discursos, se ha limitado a llamarle enano, vago y descerebrado, una ristra de epítetos de carácter personal no muy distinta de la que dirige a Feijóo y, por extensión, a todos los votantes, seguidores o militantes de los partidos que ambos presiden.
Sorprende que los zahorís de las fobias con las que victimizan a todo bicho viviente, convirtiendo comportamientos residuales como la homofobia o la gordofobia en categoría sociales masivas; no tengan problema alguno en señalar con odio a millones de personas que, simplemente, votan, piensan y actúan distinto pero siempre dentro de los límites constitucionales y democráticos.
La animalización del contrincante es un tipo de violencia política, que borra la humanidad del receptor y le señala con legítimo objetivo de casi cualquier respuesta: es el mecanismo, salvando las distancias, utilizado por ETA en su momento, que partía de diluir las características humanas de sus víctimas para que policías, militares, guardias civiles, periodistas, políticos o empresarios dejaran de ser, ante todo, padres, hijos o maridos y se les visualizara como meros objetos cosificados al servicio de un Estado represor.
La promoción interna de Puente, un mal alcalde, un peor ministro y un horrible ejemplo, no es casual ni improvisada, en todo caso: responde al universo recreado por su jefe, según el cual España y el mundo necesitan levantar un muro para aislar a eso que califican de «ultraderecha» y son, en realidad, millones de tipos corrientes con sus dificultades para llegar a final de mes y su modesto anhelo de vivir y dejar vivir en paz, sin que nadie le quite de más, con una seguridad elemental y unas contraprestaciones razonables al esfuerzo fiscal que hace.
Óscar Puente se comporta como un miembro de la cuadrilla de «La naranja mecánica» porque la prosperidad del negocio político que ya es el PSOE lo necesita para mantener prietas sus filas y esconder la naturaleza abyecta de sus verdaderos aliados.
Otegi, que elige presidente en España a pachas con Puigdemont y Junqueras, ha sido reelegido mandamás de Bildu, el disfraz de Batasuna que esconde en su seno a Sortu, el macho alfa de una coalición que sigue sin condenar el terrorismo y tiene en su dirección al último jefe de ETA.
Pero el ministro prefiere entrar en la cantina del pueblo y, en vez de meterse con los bandoleros, disparar al pianista y a la bailarina. Es lo que tiene darle la placa de sheriff a un matón.