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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La inanidad de Europa

Hemos sido los agentes de nuestra propia ruina. Europa ni siquiera ha sido capaz de invertir una parte de aquel excedente de la «treintena gloriosa» en construirse el ejército de élite que le permitiera un día impedir ser humillada

«Tenemos la costumbre de culpar al azar siempre que algo ocurre en contra de lo previsto». Tucídides pone esa advertencia –entre lamento y reproche– de Pericles a sus acosados compatriotas en el centro de gravedad del libro primero de su «Historia de la Guerra del Peloponeso». La cual, más que monumental tratado bélico, es una metafísica de los comportamientos humanos: morales como políticos. Ante la desdicha que sobre ellos se abate, los hombres buscan tibio consuelo en culpar al azar, al destino, a la desdicha… Y, ni por asomo, se atreven a asomarse al crudo cúmulo de errores, de frivolidad, capricho, de imprevisiones, en cuya conjugación les vino la desdicha. Hasta que es ya demasiado tarde.

La desdicha está ahora aquí. No digamos evasivamente que en Ucrania. Allí están los muertos. La desdicha está en Europa. Estaba ya. Desde hace tres cuartos de siglo. Desde 1948, si nos empecinamos en afinar las fechas. Cuando el inicio de la larga Guerra Fría entre las dos grandes potencias surgidas de la Segunda Guerra Mundial, sirvió de coartada para que el occidente de Europa pusiera su defensa íntegramente en manos de una de ellas frente a la explícita amenaza de la otra.

La defensa militar nunca fue gratis. En la segunda mitad del siglo XX, la vertiginosa tecnificación armamentista llevó ese coste a cimas de muy difícil acceso. Durante años, los Estados Unidos y la URSS cargaron sobre sus respectivos presupuestos con ese gasto ciclópeo, que es eufemismo convenido llamar «estrategia de la disuasión». Luego, en un vertiginoso cataclismo, la URSS implosionó. Treinta años le han sido precisos para remontar –sólo en parte– su quiebra de 1989.

Europa occidental vivía, en tanto, la treintena de su mayor abundancia: los «treinta gloriosos», que acuñara Jean Fourastié en 1979. Y esa treintena se quiso el paradigma de una opulencia que a sí misma se veía sin límites: crecimiento del PIB continuo, pleno empleo, prestaciones sociales sin precedente, igualación económica y social de los sexos, desarrollo académico y científico deslumbrante, estado de gracia en las artes y en la literatura… Todo eso financiaba el dineral ahorrado en la tan poco poética empresa militar. Y, entre 1948 y 1989, los europeos vivieron –vivimos– el inapreciable gozo de una dulce indolencia abrigada bajo el carísimo paraguas estratégico que otros pagaban desde más allá del Atlántico.

La generosidad, en asuntos de política internacional, miente siempre. Tanto más, si se está hablando de esas cosas bélicas en las cuales se juega, sí, la vida de los ciudadanos. Pero también, la fortuna de las naciones. Conviene no olvidar a Maquiavelo: uno puede olvidar al asesino de su padre, pero no al de su fortuna. Nadie regala, desde luego, la vida de millones de sus jóvenes a cambio de nada. Menos aún, los miles –o los cientos de miles– de millones que se dirimen en el campo de batalla de una guerra moderna. No es algo moralmente valorable; es determinación básica de supervivencia. Tucídides de nuevo: «en la guerra, las victorias se debían en su mayor parte a un plan inteligente y a las reservas de dinero».

Hemos sido los agentes de nuestra propia ruina. Europa ni siquiera ha sido capaz de invertir una parte de aquel excedente de la «treintena gloriosa» en construirse el ejército de élite que le permitiera un día impedir ser humillada. Y saqueada luego. Ese día ha llegado.